Día 13 de junio de 1917. Después de rezar el Rosario con Jacinta y Francisco y algunas personas que estaban presentes, vimos de nuevo el reflejo de la luz que se acercaba (y que llamábamos relámpago), y en seguida a Nuestra Señora sobre la encina, todo lo mismo que en mayo.
—¿Qué quiere Usted de mí? —pregunté.
—Quiero que vengáis aquí el día 13 del mes que viene; que recéis el Rosario todos los días y que aprendáis a leer. Después diré lo que quiero.
Pedí la curación de un enfermo.
—Si se convierte, se curará durante el año.
—Quería pedirle que nos llevase al Cielo.
—Sí; a Jacinta y a Francisco los llevaré pronto. Pero tú quedarás aquí algún tiempo más. Jesús quiere servirse de ti para darme a conocer y amar. Él quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. A quien la abrazare, le prometo la salvación; y estas almas serán ama- das por Dios, como flores puestas por mí para adornar su Trono.
—¿Me quedo aquí sola? —pregunté, con pena.
—No, hija. ¿Y tú sufres mucho? No te desanimes. Yo nunca te dejaré. Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te conducirá hasta Dios.
Fue en el momento en que dijo estas palabras, cuando abrió las manos y nos comunicó, por segunda vez, el reflejo de esa luz inmensa. En ella nos veíamos como sumergidos en Dios. Jacinta y Francisco parecían estar en la parte de la luz que se elevaba al Cielo y yo en la que esparcía sobre la tierra. Delante de la palma de la mano derecha de Nuestra Señora estaba un corazón, cercado de espinas, que parecían estar clavadas en él. Comprendimos que era el Inmaculado Corazón de María, ultrajado por los pecados de la Humanidad, que pedía reparación.