Acercándose la fiesta de Pentecostés, la Liturgia de la Palabra se centra en la promesa del Espíritu Santo y en su acción en la Iglesia.
La noche de la última Cena Jesús decía a los suyos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y Yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre».
La observancia de los mandamientos como prueba del amor auténtico es puesta por Jesús como condición para recibir al Espíritu Santo. El Espíritu Santo produce en mí sumisión al Evangelio. Sumisión que se manifiesta y vive en aceptar y acoger el Evangelio conformando mi vida según el modelo descrito en el Evangelio. El Espíritu Santo produce en mí docilidad a la verdad; me hace fiel a la tradición, al depósito de la fe. El Espíritu Santo es un espíritu de sumisión, docilidad, fidelidad.
Por eso, el mejor recurso para cumplir los mandamientos y mantenerse en la fe es la oración. Los discípulos rogarán al Padre en nombre de Jesús, y es tal la unión entre el Padre y el Hijo, que el Hijo hará lo que le piden, y el Padre será glorificado en el Hijo.
En la oración se obtiene el don del Paráclito
El hombre de fe, armado con esta oración, hará las mismas obras, y aun mayores que Jesús. En efecto, Jesús no salió de Israel y, sin embargo a los discípulos los enviará a convertir a los gentiles: «Id al mundo entero».
Así también Jesús nos ha dado una misión importante en el mundo de hoy -como padres de familia, como sacerdotes, consagrados, profesionales…- y para poder llevarla a cabo según el plan de Dios, es necesario perseverar en la oración. En la oración es como se obtiene el don del Paráclito, defensor, protector, gran amigo, que no es otro que el Espíritu de la Verdad. Este asistirá a los discípulos en sus caminos como luz, que disipa las tinieblas de muerte, y les anima a seguir su marcha y a obrar, pero esta luz es interior.
El mundo no puede gozar de ese beneficio
El mundo sumergido en la materia y entenebrecido por el error no podrá conocerlo ni recibirlo, pues está en entera oposición con el «Espíritu de la Verdad». El mundo no puede gozar de este beneficio porque busca la luz fuera -en el brillo del dinero, del lujo, del placer, del progreso material- y allí no se deja sentir. Los discípulos gozarán de esa Luz porque la hallarán dentro de ellos mismos.
No os dejaré huérfanos
Sin embargo, cuando Jesús hablaba, los discípulos todavía tenían la cabeza llena de grandiosos proyectos. Esperaban un triunfo político-social, meramente material, que pondría fin a sus problemas -como pasa hoy día, incluso entre los cristianos-. Ponemos la felicidad en la salud, en «sentirme bien», en que nada nos falte, en la falsa paz de «estar tranquilos sin que nada me moleste».
Pero Jesús les da a entender que esta íntima manifestación exige amor y amor grande: consistirá en la venida del Padre y el Hijo al corazón del que ama, que convertirán en morada suya. «No os dejaré huérfanos, vendré a vosotros», dijo el Señor aludiendo a su vuelta invisible, pero real , mediante su Espíritu, con el cual continuará asistiendo a su Iglesia. A Él le es confiada la misión de iluminar a los creyentes acerca de los grandes misterios ya anunciados por Jesús.
El mundo necesita del Espíritu Santo
El Espíritu Santo actúa en el mundo para hacerme posible captar y vivir esa verdad revelada de Dios que es Jesús y para defenderme de todo aquello que me lo impida. En el Espíritu Santo está ese ser testigo y dar testimonio para que nuestra fe triunfe del mundo: se mantenga íntegro el depósito de la fe y mi adhesión a la fe que es Cristo. El Espíritu Santo asegura la presencia permanente en mí y en su Iglesia de esa verdad que es Jesús.
Hoy más que nunca el mundo necesita del Espíritu Santo. Vivamos de tal manera que nos hagamos merecedores de que nuestro Abogado, Amigo y Defensor nos asista y nos libre de tanto mal.
Pidámoselo así a la Virgen, Esposa del Espíritu Santo.