Primer punto esencial de esta enseñanza de Jesús: Dios me ama con amor apasionado.
– Señor, ¿cuántas veces en tu nombre voy a perdonar al que te haya ofendido? ¿Siete veces?
– ¿Siete? ¡SETENTA VECES SIETE! Es un modo de decir en hebreo: infinitas. No tiene límite.
Dios emplea todo su poder en condescender. ¿Sabes la medida de su condescendencia? ¡La medida de su Excelencia! Por eso el que desconfía de la misericordia de Dios ¡no conoce absolutamente nada de lo que es Dios!
Aunque tus pecados sean tan monstruosos, y cubran toda la tierra como las aguas del mar cubren el mar, mayor es el ansia de perdonar y la capacidad de perdonar de Dios.
Toda la conducta de Dios tiene un solo motor, un solo intérprete: El Amor.
Nuestra lógica, la del egoísmo, es: Me ofenden. Me piden perdón. Perdono.
Pero esa no es la lógica de Dios.
La gran novedad del amor
La gran novedad del amor que me predica Jesús: EL CONCEDER EL PERDÓN ANTECEDE A PEDIR PERDÓN.
En la lógica humana: Me has robado un millón. Pídeme perdón y te perdono. –¿Me perdona lo que le he robado? –Sí.
Pero esta no es la lógica del amor.
Cuando el otro tiene mi millón (que me robó), voy a su casa y llamo a su puerta: –Mira, aunque me sigas odiando y no me lo devuelvas, ¡está perdonado!
Esta es la lógica del amor. Esto es Dios.
De parte de Dios ya está dado el perdón a mi pecado. Basta con que digas: –Señor, ahora ya te quiero admitir. Te quiero abrir la puerta. Y Él entra.
Así de sencilla es la conversión. Tan sencillo como abrir los ojos y que entre la luz. Así de espléndido brilla el amor de Dios en toda conversión.
Prueba de que Dios desea perdonarnos es que nos ha dejado el Sacramento de la Reconciliación.
El corazón de Dios ya está abierto
La generosidad de Dios brilla –sin empaño alguno– en todo hijo pródigo que vuelve a la casa de su Padre.
Por eso dice San Pablo, el Apóstol ardiente, el Apóstol del amor efectivo, del amor luchador: «Prueba los quilates del amor de Dios para conmigo, el que Cristo murió por mí cuando yo era un pecador» (Rm 5,8).
Y el Apóstol San Juan, el contemplativo: «En esto consiste la pureza del amor de Dios; no en que nosotros hayamos amado a Dios, para que él, después, nos dé. Sino en que Él nos amó primero, cuando nosotros no lo amábamos, y nos envió a su Hijo como propiciación para nuestro pecado» (1Jn 4, 19).
Por eso la conversión tuya es necesaria. Pero –adviértelo– ¡sólo necesaria como respuesta!
La palabra «Ven a Mí», ya está dada. Sólo tienes que decir: «¡Voy! » El Corazón de Dios ya está abierto.
Siempre dispuesto a otorgar el perdón
Segundo punto esencial de esta enseñanza de Jesús: Estar siempre dispuesto a otorgar el perdón.
Perdonar es hacer el bien desde el punto de vista más opuesto al bien: la ofensa. Hacer el bien a uno que no me ha ofendido ya tiene mérito, ya es amar. Pero para hacerlo a uno que me ha ofendido se necesita tener un amor de la máxima intensidad.
Debemos darnos cuenta de que, cuando perdonamos a alguien, si bien en cierto sentido le hacemos un bien (liberando a esa persona de una deuda), ante todo nos hacemos un bien mayor a nosotros mismos, puesto que recobramos la libertad que el rencor y el resentimiento estuvieron a punto de hacernos perder. Tenemos tanta dependencia de las personas a las que aborrecemos como de las que amamos de manera exagerada.
Quien se niega a perdonar, quien se niega a amar, antes o después terminará siendo víctima de su falta de amor.
El mártir San Nicéforo
Recordemos un ejemplo de la vida de los santos: El caso de Sapricio y el mártir San Nicéforo.
Vivía en Antioquía un sacerdote llamado Sapricio y un seglar por nombre Nicéforo, que habían sido íntimos amigos por muchos años, hasta que surgió la discordia entre los dos y a su amistad siguió un odio encarnizado. Después de algún tiempo, Nicéforo, dándose cuenta del rencor, resolvió buscar la reconciliación. Dos veces envió a algunos de sus amigos para que fueran con Sapricio a pedirle su perdón. Sapricio, en cambio, se negó a hacer las paces y así se mantuvo, irreductible, con los oídos cerrados a Cristo que nos manda perdonar si queremos ser perdonados. Era el año 260, y repentinamente arreció la persecución contra los cristianos. Sapricio fue capturado, terriblemente torturado y condenado a muerte. En medio de los suplicios, se mantenía constante y alegre.
Al tener noticia de la condena, Nicéforo corrió a su encuentro y, de rodillas, le decía una y otra vez: «Mártir de Jesucristo, perdóname mi ofensa». El corazón de Sapricio estaba cada vez más endurecido y ni siquiera quiso mirarlo. Llegados al sitio de la ejecución, Sapricio flaqueó en la fe y prefirió ofrecer sacrificios a los dioses. Nicéforo, angustiado por su apostasía, exclamó, «Hermano, ¡no renuncies a nuestro maestro, Jesucristo! ¡No pierdas la corona que has ganado con tus sufrimientos!». Pero como Sapricio no quiso prestar atención a sus palabras, Nicéforo, llorando amargamente, dijo a los verdugos, «Soy cristiano, y creo en Jesucristo a quien este hombre ha negado: Mirad, estoy dispuesto a morir en su lugar.» Nicéforo fue ejecutado y recibió tres coronas inmortales: la de la fe, la de la humildad y la de la caridad.
Historia real, digna de ser muy meditada. Sapricio se hace apóstata, niega a Cristo, porque no corta con el resentimiento que se ha adueñado de su corazón.