«Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: «Hijo, ve hoy a trabajar en la viña». Él le contestó: «No quiero.» Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contesto: «Voy, señor.» Pero no fue: ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?»
En la vida de los hombres se repite constantemente la escena que nos presenta hoy Jesús. Muchos han recibido el Mensaje del Evangelio, dicen creer, pero en la práctica no siguen su enseñanza. Otros, van por la vida dando tumbos, alejados cada vez más del camino de la salvación y, sin embargo, ante una llamada de Dios, un toque de su Espíritu, responden con una intensidad mayor que aquellos que han perseverado muchos años en el seguimiento del Señor llevando una vida tibia.
Obediencia por amor
Y es que el principal ingrediente de la obediencia es el amor. Cristo nos da un hermoso ejemplo de obediencia al Padre por amor. Este es precisamente el sentido de la obediencia cristiana: la que se debe a Dios, la que debemos prestar al Magisterio de la Iglesia, a los padres, a los diversos superiores, la que de un modo u otro rige la vida profesional y social. Dios no quiere servidores de mala gana, sino hijos que quieran cumplir su voluntad con alegría, que le obedezcan.
Para quien quiere seguir a Cristo, la ley no es pesada. Sólo se convierte en una carga si no se acierta a ver en ella la llamada de Jesús o no se tienen ganas de seguir esa llamada. Por lo tanto, si la ley resulta a veces pesada, puede ser que haya que mejorar, no tanto la ley, sino nuestro interés de seguir a Jesús. “Si me amáis guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, 15). Por esto es por lo que obedecemos a Dios y al Magisterio de la Iglesia.
Arrepentimiento y penitencia
Nuestro Señor les recrimina su conducta a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, que aparecían como los más obedientes a la Ley de Dios y, por tanto, los más cercanos al Reino de los Cielos. Les señala un aspecto esencial en la postura del pecador -es decir, de todo hombre- ante Dios: los publicanos, cuya conversión os parece imposible por su conducta están más cerca de Dios que vosotros, los buenos, los piadosos. Porque los publicanos y las prostitutas dijeron que no, pero luego se arrepintieron y han hecho penitencia.
Jesús siempre nos ofrece el perdón, pero es necesario el arrepentimiento, la conversión y la reparación (penitencia). No basta decir que la misericordia de Dios es infinita, que los últimos serán los primeros… Es necesario también, por parte del pecador, el cambio de vida -el «no vuelvas a pecar», con que Jesús reconvino a María Magdalena- y el reparar por la ofensa hecha a Dios y al prójimo con nuestro pecado.
Los hijos que no menciona el Evangelio
El Evangelio habla de dos hijos: el primer hijo dice no, pero después hace lo que se le ordena. El segundo dice sí, pero no cumple la voluntad del padre. Pero sucede que hay un tercero que no se menciona: el que, dice “sí” y hace lo que se le ordena: Jesucristo. Y este “sí”, no solamente lo pronunció, sino que también lo cumplió y lo sufrió hasta en la muerte. Jesús ha cumplido la voluntad del Padre en humildad y obediencia, ha muerto en la cruz por nosotros y nos ha redimido de nuestra soberbia y obstinación. Y lo que decimos de Jesús, perfectamente se puede aplicar a su Santísima Madre, María. Abierta a la fuerza del Espíritu Santo que la invadió, respondió: sí, ‘fiat’ (= hágase) y permaneció en ese ‘fiat’ toda su vida hasta desembocar en la trágica tarde del Calvario, donde padeció con Jesús dolores inmensos, estando de pie junto a la Cruz.
Preguntémonos: ¿Con cuál de los hijos me identifico? ¿Y cuál de los hijos quiero ser? y reflexionemos en cómo es nuestra relación personal con Dios en la oración, en la participación en la Misa dominical, en la profundización de la fe mediante la meditación de la Sagrada Escritura y el estudio del Catecismo de la Iglesia Católica, que son los medios que nos capacitarán para escuchar y cumplir la voluntad de Dios y perseverar en fidelidad.