«…qué opinas ¿es lícito pagar impuesto al César o no?» Jesús da una respuesta de una hondura divina, más allá de lo que le habían preguntado, y contesta a la vez con toda exactitud a la cuestión que le han planteado. No se limita al sí o al no. Dad al César lo que es del César -enseña el Maestro- lo que le corresponde (tributos, obediencia a las leyes justas…), pero no más de ello, porque el Estado no tiene potestad y dominio absoluto sobre los hombres.
Como ciudadanos los cristianos tienen el deber de aportar a la vida pública el concurso material y personal requerido por el bien común. Por su parte, las autoridades están gravemente obligadas a comportarse con equidad y justicia en la distribución de cargas y beneficios, a servir al bien común sin buscar el provecho personal, a legislar y gobernar con el más pleno respeto a la ley natural y a los derechos de la persona: a la vida desde el momento de su concepción, el primero de todos los derechos; a proteger a la familia, origen de toda sociedad; a promover la libertad religiosa; el derecho de los padres a la educación de los hijos. “¡Ay de los que dan leyes inicuas!”, clama el Señor por boca del profeta Isaías (Is 10,1).
Los deberes del cristiano en la sociedad
Deber de todo cristiano es rogar al Señor por los que están constituidos en autoridad, pues es mucha la responsabilidad que tienen sobre sí. Por nuestra parte, los cristianos hemos de ser ciudadanos que cumplen con exactitud sus deberes para con la sociedad, para con el Estado, para con la empresa en la que trabajamos. Y esta fidelidad nace a la vez de nuestra conciencia, pues esas prestaciones deben ser también para nosotros camino de santidad: el pago de los impuestos justos, el ejercicio responsable del voto, la colaboración en las iniciativas que lleven a una mejora de la ciudad o del pueblo, la intervención en la política si a eso nos sentimos llamados… Examinemos delante de Dios si damos buen ejemplo por nuestro obrar honesto, por el modo en el que nos disponemos siempre a promover el bien de todos, respetando la Ley Divina.
Los derechos de Dios
El Señor, ante la pregunta de fariseos y herodianos, reconoció el poder civil y sus derechos, pero aclaró que a Dios hay que darle también lo suyo, pues la actividad del hombre no se reduce a lo que cae bajo el ámbito de la ordenación social o política. Existe en él una dimensión religiosa profunda, que informa todas las tareas que lleva a cabo y que constituye su máxima dignidad.
Muchas veces creemos que somos religiosos porque vamos a la iglesia, llevando después una vida semejante a la de tantos otros, entretejida de pequeñas o grandes trampas, de injusticias, de ataques a la caridad, con una falta absoluta de coherencia. No es así como podremos dar a Dios lo que es de Dios, sino con el testimonio de una vida acorde al compromiso que adquirimos en el Bautismo, sintiéndonos hijos de Dios igual en el Parlamento, que en la conversación amable en casa de unos amigos.
La sociedad de hoy
Una sociedad sin valores morales cristianos está abocada a una creciente agresividad y también a una progresiva deshumanización. Es lo que palpamos en la actualidad. Dios es la Luz que da sentido a todo quehacer humano. ¡Cómo vamos a estar encogidos para defender el valor de la vida humana desde sus comienzos –frente al aborto y a las aberraciones a las que dan lugar las manipulaciones genéticas-, o el derecho de los padres a la educación de sus hijos, o a que se les imparta una enseñanza católica en las escuelas y en sus ambientes si así lo desean!
Pero para confesar la fe se necesita valentía, intrepidez. El católico hoy tiene que tener el valor, el riesgo valiente de vivir y predicar el Evangelio, aunque a los ojos de los hombres aparezca como anormal, aunque provoque polvareda de contradicción. Pero a los ojos de Dios, desde el punto de vista de Dios, predicar y vivir manifiestamente el Evangelio es lo oportuno, lo provechoso.
“¿No es éste a quien tratan de matar? Pues ya veis: Habla con franca libertad y nadie le dice nada” (Jn 7, 26). Jesús vivió su vida de Mesías simple, llanamente, pública y valientemente, sin temor al riesgo mortal en que iba introduciéndose al actuar como actuaba.
Permanecer fieles a nuestra fe, ser católicos hoy, es imposible sin tener la valentía de hablar y, sobre todo vivir, la verdad, lo que Dios pide, para mantenerse sin desviaciones, claudicaciones, en un mundo que no quiere ni oír ni vivir la palabra de Dios, que está cerrado Jesús Crucificado.
Nuestra Señora de muchas maneras vino a pedirnos que recemos el Rosario y hagamos penitencia. Estos tiempos son muy aptos para responder a esa insistente llamada a la conversión.