Hoy es día de alegría. Dios acaricia toda llaga que caiga sobre el débil hombre. Todas acariciadas, todas ya instrumento y escalón para subir a Dios. “Porque un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado”.
Desde ya, Dios está conmigo. Desde ya, Dios es tan mío, está tan cerca de mí, tan al alcance de mí como un hijo está al alcance de sus padres. Un niño chiquitín es todo él de sus padres. Dios es ya todo mío.
Un NIÑO. ¡Qué humilde es Dios! Se hace un Niño pequeñito, indefenso. Se hace débil en los brazos de María. Se confía a su regazo, a su cuidado.
Porque la PAZ de Jesús es el Corazón de María. Ya tenemos a nuestro servicio al Dueño de la Paz. Al Autor de la paz. Al fundador de la paz. Al Rey de la paz. Dilatado es su dominio. Vasta es su influencia. Extenso y profundo, su influjo. Y la paz llega a los hombres, a este mundo sin esperanza, en los brazos de María.
Cuando Jesús entra en nuestro valle de lágrimas, los ángeles llenan el universo con el eco de esta sola voz: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra PAZ a los hombres de buen querer» (Lc. 2,14).
El peso de Dios, su omnipotencia, su sabiduría, su amor, rompe las duras estructuras del pecado, entrando en el mundo atribulado, afligido, atado; portador del primer don, de la primera oferta, de la oferta de la PAZ.
¡Qué feliz es ser cristiano!
Todo eso me trae el vientre de María. La Paz del Niño de Belén gravita sobre toda situación, sobre todo problema. ¡Qué feliz es ser cristiano! No hay complicación, por dura, increíble, dificultosa que sea, que quede eximida. Toda tu vida personal, de apostolado, de familia, con todos los problemas a veces tan duros y desesperantes que te trae, pueden ser vividos en la paz de este Niño, el Niño de Belén.
Ése es el Niño que hoy me presenta María. De este Niño, dice el apóstol San Pablo, que está destinado para que todos alcancemos la riqueza plena, en la plena inteligencia y perfecto conocimiento del misterio que es Dios. ¡Acógelo!
¡Gracias, Señora! ¡Muchas gracias, María!