El Evangelio nos cuenta que Jesús curó a muchos enfermos y liberó a muchos endemoniados (Mc. 1, 34). Jesús ha tomado sobre su corazón todas nuestras miserias y debilidades y ha orientado nuestra vida hacia la salvación eterna. Ningún corazón hay tan compasivo con el hombre como el corazón de Dios.
Pero el Señor quiere que también nosotros nos compadezcamos de las miserias de nuestros hermanos, no sólo físicas, sino también morales. San Juan Crisóstomo decía que “Nada hay más frío que un cristiano que no se preocupe de la salvación de los demás. No digas: no puedo ayudarles, pues si eres cristiano de verdad es imposible que no lo puedas hacer. Es más fácil que el sol no luzca ni caliente que deje de dar luz un cristiano”.
Victoria sobre el poder del mal
Jesús realiza las curaciones milagrosas en una sociedad que consideraba las enfermedades como signos del poder del mal y del pecado. Luego los milagros de Jesús son también signos de victoria sobre el poder del mal y son además signos de salvación.
El Señor viene a liberarnos, no solo de nuestras miserias físicas, sino sobre todo, de la esclavitud del pecado, que es la peor o en realidad la única desgracia. El pecado es lo único que puede alejar a Dios de nuestra alma, mientras que la enfermedad, puede convertirse para nosotros en un poderoso medio de santificación.
La salud del espíritu
Por eso Jesús no sólo cura, sino que predica el Evangelio, expone su nueva doctrina. Con su palabra ilumina los espíritus, revela el amor de Dios, induce a la fe, da sentido al dolor y muestra el camino de la salvación. Con sus milagros sana los cuerpos dolientes y arroja los demonios. Cristo quiere salvar a todo el hombre, alma y cuerpo; sana la carne para que esto venga a ser signo y medio de la salud del espíritu. Y cuando no suprime el sufrimiento, enseña a llevarlo con esperanza y amor para que produzca frutos de vida eterna.
Cuando cures física o económicamente -con tus obras de caridad- que todos vean que esa curación que das significa algo más hondo, más pleno; significa que Dios existe, que Dios es bueno, que Dios ama.
La eficacia de la oración
Después de realizar todas estas curaciones, nos dice el Evangelio que, muy de madrugada, todavía estando oscuro, salió a hacer oración. Y esta acción es repetitiva en el Señor, el retirarse para estar a solas con su Padre, para dedicar largos ratos de oración. En nuestra vida espiritual debemos aprender a conjugar estas dos cosas: la acción y la oración, el apostolado y la contemplación.
Hay que obrar, hay que hacer el bien, hacer obras de caridad, pero no debemos suprimir de nuestra vida ese trato personal e íntimo con Dios. De esos ratos de oración dependerá la eficacia de nuestro apostolado y el crecimiento en nuestra vida espiritual. Obras sin oración son obras vacías y estériles, no tienen la fuerza del poder salvador de Cristo, son obras humanas. Y oración sin obras es egoísmo. La oración debe llevarme siempre a asemejarme a Cristo, que da la vida por los demás, que busca el bien de los demás, que soporta todo con amor, que busca la salvación del prójimo.
Meditaba todo en su corazón
Eso fue la vida de María Santísima, la perfecta discípula de Cristo. Nadie como Ella dedicaba largos ratos a la oración. Nos dice el Evangelio que “meditaba todo en su corazón”, todo lo que acontecía en su vida lo rumiaba, lo hablaba con Dios. Una oración de agradecimiento, como lo expresó en su canto del Magnificat; una oración de aceptación, como cuando el Niño se le perdió en el templo; una oración de petición, como en las bodas de Caná; una oración de donación total como en la cruz.
Y en su vida de acción, siempre atenta a los demás: cuando fue a visitar a su prima Santa Isabel porque se enteró de que estaba encinta y requería de sus cuidados; cuando intercedió por los novios al acabarse el vino en las bodas; cuando sostuvo -en las horas difíciles- con su presencia, sus palabras y su ejemplo a los discípulos de su Hijo.
Inscribámonos en la escuela de María. Que Ella nos enseñe a ser contemplativos en la acción y activos en la contemplación. Si lo hacemos así nuestra vida dará un fruto abundante, porque en la oración nos llenaremos de Dios y en la acción lo daremos a los demás al estilo de Jesús, el que pasó su vida haciendo el bien.