La Cuaresma conmemora los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto, como preparación de esos años de predicación, que culminan en la Cruz y en la gloria de la Pascua. Cuarenta días de oración y penitencia. Al terminar, el demonio interviene en la vida de Jesús abiertamente. Es el misterio de un Dios que se somete a la tentación. Jesús lo permitió para darnos ejemplo de humildad y para enseñarnos a vencer las tentaciones que vamos a sufrir a lo largo de la vida.
Prepárate para la prueba
La vida del hombre es una lucha constante contra esos tres enemigos del alma: El demonio, el mundo y la propia carne. Comenta San Agustín: «En el combate hasta la muerte está la victoria plena y gloriosa. En efecto, las primeras tentaciones propuestas a nuestro Señor, el Rey de los mártires, fueron duras; en el pan, la concupiscencia de la carne; en la promesa de reinos, la ambición mundana, y en la curiosidad de la prueba, la concupiscencia de los ojos. Todas estas cosas pertenecen al mundo, pero son cosas dulces, no crueles».
El cristiano, aunque esté bautizado, no está inmune de las tentaciones; al contrario, a veces cuanto más se empeña en servir a Dios con fervor, más procura Satanás obstruir el camino, como intentó hacerlo con Jesús, para impedir que cumpliera su misión redentora. Como nos dice el libro del Eclesiástico: “Si te decides a servir al Señor, prepárate para la prueba” (Eclo 2,1).
En esos momentos de lucha es necesario acudir a las mismas armas que usó Cristo: penitencia, oración, conformidad perfecta con la Voluntad del Padre. Quien es fiel a la palabra de Dios, quien se alimenta constantemente de ella, no podrá ser vencido por el Maligno.
La lucha no debe asustarnos o desanimarnos. Dios permite y se sirve de las tentaciones para purificar el alma, para desligarla de las cosas de la tierra, para llevarla a donde Él quiere y por donde Él quiere, para darle madurez, comprensión y sobre todo para hacerla humilde, muy humilde; en una palabra, para santificarla.
Cómo obrar en las tentaciones
El demonio tienta aprovechando las necesidades y debilidades de la naturaleza humana y promete siempre lo que no puede dar; porque la felicidad está muy lejos de sus manos. Toda tentación es siempre un miserable engaño. Recordemos que el demonio es el padre de la mentira y lo que promete sólo puede ser mentira y fracaso.
Por otro lado, podemos prevenir la tentación con la mortificación constante en el día a día, la práctica de la caridad, la guarda de los sentidos internos y externos, la huida eficaz de las ocasiones de pecar, manteniéndonos ocupados y evitando el ocio. Si nos acostumbramos a vivir en los sentidos y a dar a nuestra naturaleza todos los caprichos que nos pide, cuando llegue la tentación nos van a faltar las fuerzas para resistirla. Mientras que si vamos fortaleciendo nuestra voluntad en cosas pequeñas, cuando se nos presente la disyuntiva de seguir el camino del Señor o apartarnos de Él, veremos cómo podremos vencer esa tentación con más facilidad.
La gracia de Dios y la ayuda de María
En cada tentación el Señor está siempre a nuestro lado. Como aquella vez en que Santa Catalina de Siena sufría unas tentaciones horribles contra la virtud de la pureza y, poco después se quejó a Jesús: “¿Señor, dónde estabas cuando yo era tan fuertemente tentada?” Y Él le respondió: “Catalina, estaba en tu corazón, sosteniéndote y luchando contigo, si no, no hubieras podido vencer”. Siempre contamos con la gracia de Dios para vencer cualquier tentación.
Además, la tierna y filial devoción a la Santísima Virgen es uno de los medios más seguros para no caer y vernos libres de todos los peligros que nos acechan. Recurramos a Ella con frecuencia y repitámosle esta bella jaculatoria, sobre todo cuando nos sintamos tentados: “Mírame con compasión, no me dejes, Madre mía”. Y recordemos que, donde está María, no está el demonio.
San Bernardo lo plasma en esta bella oración: «¡Oh hombre, quienquiera: que seas! Ya ves que en el borrascoso mar de este mundo más bien que caminar por tierra firme y llana, navegas entre tempestades y peligros. Si no quieres naufragar, no pierdas de vista a la estrella del mar. Mira a la Estrella, invoca a María. En los peligros de pecar, en los asaltos de la tentación, en las angustias, en las dudas que resolver, piensa que María te puede socorrer. Llámala sin demora en tu ayuda. Que su poderoso nombre no se caiga jamás de tus labios, invocándola sin cesar, y jamás se aparte de tu corazón poniendo en él tu confianza.»