La solemnidad de Pentecostés, que cierra el ciclo Pascual, es el cumplimiento de esta promesa de Jesús: «cuando yo me fuere, os enviaré al Paráclito» (Jn 16, 7); es el bautismo anunciado por Él antes de subir al cielo: «seréis bautizados en el Espíritu Santo» (Hch 1, 5).
El Espíritu Santo es el «don» por excelencia, infinito como infinito es Dios; aunque quien cree en Cristo ya lo posee, puede sin embargo recibirlo y poseerlo cada vez más. La donación del Espíritu Santo a los Apóstoles en la tarde de la Resurrección demuestra que ese don inefable está estrechamente unido al misterio pascual; es el supremo don de Cristo que, habiendo muerto y resucitado por la redención de los hombres, tiene el derecho y el poder de concedérselo.
Espíritu de unión
La venida del Espíritu el día de Pentecostés renueva y completa este don, y se realiza no de una manera íntima y privada, como en la tarde de Pascua, sino en forma solemne, con manifestaciones exteriores y públicas indicando con ello que el don del Espíritu no está reservado a unos pocos privilegiados sino que está destinado a todos los hombres como por todos los hombres Cristo murió, resucitó y subió a los cielos.
Cuando los hombres, movidos por su orgullo y soberbia quisieron desafiar a Dios construyendo la famosa torre de Babel, el Señor confundió sus lenguas y no podían entenderse, creó entre ellos la división. Por el contrario, el día de Pentecostés, al quedar los discípulos llenos del Espíritu Santo, recibieron el don de lenguas, con el que podían ser entendidos de todos los que los escuchaban, aunque hablaran lenguas distintas. Es una de las características propias del Espíritu: formar unión, realizar la unidad, hacer de pueblos y de hombres diversos un solo pueblo, el pueblo de Dios fundado en el amor que el divino Paráclito ha venido a derramar en los corazones.
Sólo el amor construye
Si hoy en nuestro mundo reina la división, el odio, la separación, la exclusión, el racismo, podríamos preguntarnos si no es por falta de Espíritu Santo. Al separarse el hombre de Dios, se convierte en enemigo del hombre mismo. Y esta división la podemos encontrar también en el seno de la Iglesia, de nuestra propia familia, de nuestro círculo de amistades e incluso en el interior de cada uno. El hombre que no tiene paz consigo mismo, difícilmente la podrá tener con los demás. La división y el odio proceden de la falta de Dios. Sólo el amor construye, pero el amor verdadero es el divino Paráclito, espíritu y vínculo de unión entre los creyentes de los cuales constituye un solo cuerpo y un solo espíritu.
La obra comenzada el día de Pentecostés, está ordenada a renovar la faz de la tierra, como un día renovó el corazón de los Apóstoles, rompiendo su mentalidad todavía rastrera y exclusivista, para lanzarlos a la conquista del mundo entero, sin distinción de razas o de credos. Y es a lo que también hoy los cristianos estamos llamados.
Ven Espíritu Santo
Dios nos sigue ofreciendo este precioso don de su Santo Espíritu para que Él nos instruya, nos haga madurar en la fe, nos renueve de nuestras malas tendencias, inclinaciones, pasiones, vicios, caprichos. Nos purifique de nuestros pecados. Nos encienda en el amor de Dios. Nos haga testigos de su Evangelio.
Por eso precisamente tanto la Iglesia entera como cada uno de los fieles tienen necesidad de que se renueve en ellos Pentecostés. Aunque el Espíritu Santo esté ya presente, pidamos siempre con fervor: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor».
Contamos con la promesa del Señor. Y ¿qué mejor manera de disponerse el alma a recibir la efusión de este divino Espíritu sino por medio de una íntima unión con María?
En oración con María
Recordemos que el libro de los Hechos de los Apóstoles nos dice que ellos quedaron llenos del Espíritu mientras estaban en oración con María. Por eso S.S. Benedicto XVI llegó a afirmar: “Sin Pentecostés no hay Iglesia y sin María no hay Pentecostés”. (Regina Coeli, 23 de mayo 2010).
Es que Santa María comparte en el Espíritu Santo el destino de la Iglesia. Está en su formación: es su Madre. Está en su permanencia hasta el fin del mundo: es Presencia en ella junto a la Presencia de Hijo.
En el Espíritu Santo Santa María como Madre se derrama sobre toda la Iglesia, la llena de su influjo maternal, de manera mística pero real, siempre junto a su Hijo, el autor de la Iglesia.
Fomentemos más nuestra vida de unión con María. Ella misma se encargará de educarnos, de guiarnos, de modelarnos, a fin de que el Espíritu de Dios no encuentre ningún obstáculo para entrar en nuestras vidas y transformarnos por completo en hombres nuevos.
Este mes de mayo nos invita a estrechar esos lazos con la Virgen-Madre, por medio de la oración del Santo Rosario y otras prácticas de devoción mariana. En la medida en que el mundo quede inundado de María, se producirá una inundación del Espíritu Santo y en esa misma medida las fuerzas del mal quedarán derrotadas y al fin, se cumplirá la promesa que Ella misma hizo en Fátima a los pastorcitos: “Mi Inmaculado Corazón triunfará” (13 de julio de 1917).