El Evangelio nos presenta la misión de los Doce: “Comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos”. Jesús elige a los apóstoles para que prolonguen su obra salvadora en el mundo. El Maestro no quiere realizar Él solo la obra de la salvación, sino que asocia a ella a los apóstoles, enviándolos de dos en dos delante de sí.
Y los envía con su misma autoridad, de modo que -al igual que Él- predican la conversión, curan enfermos y echan demonios. Esto nos muestra que Dios requiere también la colaboración de cada uno de nosotros: Dios espera nuestra fe y nuestra aportación personal a su Obra redentora.
La misión principal de todo apóstol
En este texto del Evangelio de San Marcos tenemos expresada la ley esencial para la eficacia de la misión salvadora de la Iglesia en todas las épocas y lugares: predicar la conversión. Es el encargo central de toda obra de evangelización, la misión principal de todo apóstol: predicar la conversión, el cambio de una vida de pecado a una vida en gracia de Dios.
La conversión conlleva el reconocimiento de nuestros pecados, de aquellas acciones en nuestra vida que son contrarias a la voluntad de Dios, y de aquí brota el deseo de renunciar a todo lo que nos aparta de Dios. De este reconocimiento del pecado, que ofende a Dios, nace el dolor por nuestras culpas y el deseo de cambio, y el anhelo de que Dios nos sane con su misericordia y nos otorgue el perdón. Sólo aquel que se reconoce pecador permite a la misericordia divina actuar en su vida.
Nadie puede cambiar los 10 Mandamientos
Por el contrario, cuando no reconocemos que nuestras acciones constituyen un pecado: el aborto, la eutanasia, las relaciones homosexuales, el uso de drogas, del alcohol, la infidelidad matrimonial…, impedimos a la misericordia obrar en nosotros. En realidad, no queremos cambiar de vida, ni que nadie nos reproche nuestras malas obras porque queremos seguir haciéndolas.
Pretendemos justificar nuestras acciones con que ahora son otros tiempos y no es como antes, o con que todo el mundo lo hace y nos apoyamos en que muchas de esas cosas tienen la aprobación de las leyes civiles.
No nos engañemos: lo que ayer era pecado hoy sigue siendo pecado, aunque los hombres queramos llamar bien al mal y mal al bien. La voluntad de Dios no cambia, ni está sujeta a los caprichos de los hombres. Nadie puede cambiar los diez Mandamientos, ni disminuirlos, y en esos mandatos Dios nos ha dejado el camino para la salvación. Si no hacemos caso, nosotros mismos nos cerramos el camino de la Salvación.
Dios perdona al que se arrepiente de su pecado
Otros se escudan para no cambiar de vida en que Dios es misericordioso y perdona a todos. Cierto. Dios es misericordioso con el que reconoce su pecado y pide perdón, pero su misericordia no puede nunca aprobar el pecado.
Dios perdona al que se arrepiente de su pecado y pide misericordia. Pero no puede perdonar al que excusa su pecado o no se arrepiente de él.
Por eso el mensaje central del Evangelio es siempre una llamada a la conversión del pecado. Si hoy, por una falsa idea de la misericordia, se deja a las personas en su vida de pecado, estamos traicionando el mensaje del Evangelio que llama a todos a la conversión. Jesús no ha venido a salvar a los justos, sino a los pecadores. Y el que afirma que no tiene pecado, el que justifica su pecado y cree que no necesita ser perdonado de nada, es como el enfermo que no quiere reconocer su enfermedad, y no va al médico. El médico no puede hacer nada con quien no quiere reconocer que está enfermo.
Que María Inmaculada, Refugio de los pecadores, a quien Dios ha confiado todo el orden de la misericordia -como afirma San Maximiliano María Kolbe- nos conceda la gracia de reconocer en nosotros todo aquello que nos aparta de su Hijo y dejarnos invadir por el perdón de su Hijo para para que podamos realizar con alegría y con fruto nuestro trabajo en la viña del Señor.