Próxima ya la Navidad, el Evangelio de este domingo (Lc 1, 39-45) nos invita a clavar nuestros ojos en Su Madre, la portadora de la gracia y de la alegría, como lo vemos en la escena de la Visitación de María a su prima Isabel.
Antes de nacer el Salvador de los hombres derrama el Espíritu Santo y lleva la salvación a la casa de Isabel por medio de su Madre. María se convierte en la primera misionera de su Hijo. Con prontitud se pone en camino y se apresura a transmitir la alegría que embarga su corazón. La caridad nunca es perezosa, ni deja las cosas para después. «Cuando oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno» (Lc 1, 41). El saludo de María suscita en el hijo de Isabel un salto de gozo. Es la alegría prometida en el Antiguo Testamento a la presencia del Mesías.
La presencia de María
Ese Niño Dios, escondido en el seno de María, ha querido manifestarse al mundo por medio de su Madre. También hoy Jesús espera que acojamos a María en nuestra vida para derramar por medio de Ella Su gracia, para colmarnos de esa alegría profunda que tanto anhela nuestro corazón.
Si lo hacemos así, nos sucederá como a Isabel, que sintió la alegría mesiánica y «quedó llena de Espíritu Santo y exclamando con gran voz, dijo: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno”» (Lc 1, 41-42). Necesitamos en nuestra vida la presencia de una Madre que alienta y conforta, de una Madre que ensancha de ternura el corazón, de una Madre que siempre esté con nosotros, sobre todo, en los momentos de dolor y soledad. Éste es el regalo que Jesús quiere hacernos hoy.
Bienaventurada tú, que has creído
Isabel, tras la experiencia de la gracia recibida, exclama: «¡Bienaventurada tú, que has creído, que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 45). La primera bienaventuranza que se menciona en el Evangelio está dirigida a la Virgen María. Ella es proclamada bienaventurada por su actitud de total entrega a Dios y de plena adhesión a su voluntad, que se manifiesta con el «sí» pronunciado en el momento de la Anunciación.
Isabel, al proclamarla «bendita entre las mujeres», indica que María es grande a causa de su fe. Muchas veces esta fe de María nos pasa desapercibida. No sabemos lo que ha significado para los hombres su fe. Sin la fe de María, el Hijo de Dios no se hace hombre y Dios no entra en el mundo. Gracias a Ella, hemos recibido a Cristo, y con Cristo, todas las gracias.
Todo esto sucedió porque la Virgen creyó en la palabra de Dios y creyendo se entregó sin reservas a cumplir la voluntad del Señor. Nuestra salvación se la debemos a la fe de María, que nos ha dado a Cristo, nuestro Redentor. Pero María, también nos da el Espíritu Santo, para que Él nos transforme.
Mediadora de la gracia
El Papa San Juan Pablo II nos explica este misterio: «En la Visitación, la Virgen lleva a la madre del Bautista al Hijo de Dios, que derrama el Espíritu Santo. Las mismas palabras de Isabel expresan bien este papel de mediadora: «Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo saltó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1, 44). La intervención de María produce, junto con el don del Espíritu Santo, como un preludio de Pentecostés, confirmando una cooperación que, habiendo empezado con la Encarnación, está destinada a manifestarse en toda la obra de la salvación divina».
Y porque María es la primera que “ha creído”, con esta fe suya gigante, quiere actuar sobre todos los que se entregan a Ella como hijos. Dirijamos nuestra mirada a María, la humilde Esclava del Señor, que cooperó en la obra de la salvación, engendrado al Salvador y comunicando al Espíritu Santo, para que actúe hoy también en nuestras vidas.
Que el mismo Espíritu Santo, que inflamó de fe, esperanza y caridad su Corazón Inmaculado, nos conceda acoger a María como Madre en nuestras vidas para disponernos a recibir con gozo al Emmanuel, el Dios con nosotros, que está cerca.