El Evangelio de hoy (Lc 6, 27-38) nos propone como resumen del sermón de la montaña: el amor al prójimo. Jesús comienza con una exigencia absoluta: Amad.
Esta vez el Señor se dirige a sus discípulos, o sea a la comunidad de los pobres y perseguidos a los que acaba de proclamar dichosos. A este pueblo de la Nueva Alianza, el Señor les entrega una Nueva Ley, que se llamará el Evangelio, cifrada en un solo mandato: Amar sin límites. Es una invitación a reaccionar ante este mundo ingrato y hostil con una incansable, paciente y misericordiosa caridad (v. 27-38). Amar constituye la virtud característica del discípulo de Jesús y la única indispensable.
En un mundo compuesto de ricos, hartos y reidores, los miembros del reino de Dios hacen el papel de pobres, hambrientos y desgraciados. Sería normal que alimentasen alguna animosidad o rencor contra estas clases privilegiadas o que se vengasen de las injusticias de que son objeto.
La Regla de oro de la caridad
Pero la lógica del Evangelio nos pide más: amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos odian, bendecir a quienes nos maldigan, prestar sin reclamar lo prestado, devolver bendición por maldición. ¡Aquí está la esencia más pura del cristianismo! Nuestro Señor debió de proclamar con fervor e incluso con una especie de entusiasmo: ¡Amad, amad, amad! Él espera mucho de sus discípulos.
Después concluye con lo que se suele llamar “La Regla de Oro de la caridad fraterna”. Querer para todo hermano hombre el bien que quieres para ti. No basta la normal delicadeza de no quererle ni hacerle el mal. Se podría, por ello, formular de esta otra manera: Como yo trato a los demás es como quiero que ellos me traten. Cuando tenemos quejas de cómo nos tratan los demás, examinemos cómo los tratamos nosotros a ellos y tal vez veremos que su actitud hacia nosotros es reflejo de la nuestra hacia los otros.
No juzguéis
También Jesús nos manda algo a lo que somos muy inclinados: “No juzguéis y no seréis juzgados…” (v. 37). No se trata sólo del perdón de las ofensas personales, sino del juicio misericordioso que debe hacerse sobre las faltas o los defectos del prójimo. El que juzga a los demás no es cristiano.
La caridad no consiste en amar solo a los que nos aman, eso lo hacen los pecadores. El cristiano no ha de obrar con la mentalidad de los pecadores. Precisamente en el campo de la caridad y del perdón es donde deben distinguirse de ellos.
El que da pruebas de bondad y de generosidad para con los indiferentes y enemigos, practica una auténtica “caridad”. Ése es verdaderamente “hijo del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos” (v. 35). Por eso el Señor nos enseña que seremos en verdad hijos de Dios si nuestra vida se hace un reflejo constante de la misma bondad divina.
Nadie mejor que María Santísima practicó estas enseñanzas de Jesús, siendo fiel reflejo del amor del Padre hacia los hombres. Su perdón y su caridad nunca tuvieron límites, ni siquiera para los que despreciaron, maltrataron y crucificaron a su Hijo. María fue una mensajera de paz y de caridad en un mundo cerrado en su egoísmo. Que Ella nos forme en la escuela de su Corazón Inmaculado para ser generosos en perdonar y constantes en amar.