Hoy Jesús nos recuerda algo sumamente importante: tenemos el peligro de no convertirnos (Lc 13,1-9). La parábola de la higuera estéril que contemplamos en el Evangelio, lo pone de relieve con una fuerza sorprendente. Lo mismo que el dueño con la higuera, Dios nos ha cuidado con cariño y con mimo; más aún, en esta Cuaresma está derramando abundantemente su gracia, pero ésta puede estar cayendo en vano, puede estar siendo rechazada. ¿Encontrará Cristo en nosotros frutos de conversión?
El suceso de los galileos
El suceso de los galileos cuya sangre Pilato había mezclado con sus sacrificios da pie a Jesús para hacer una llamada de alerta a todos: «¿Creéis que esos galileos eran más pecadores que los demás? Os aseguro que no. Y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo». Llama la atención que precisamente san Lucas, el evangelista de la misericordia y la bondad de Jesús, traiga estas amenazas. Pero si nos fijamos bien, estas advertencias también provienen de la misericordia. Advertirle a uno de un peligro es una forma principal de misericordia.
Al enfrentarnos a la conversión, Cristo no sólo nos recuerda los bienes que nos va a traer el cambio de vida, sino que nos abre los ojos ante los males que nos sobrevendrán si no nos arrepentimos. El amor apasionado que siente por nosotros le lleva a sacarnos de nuestro engaño. Por eso el Señor toma pie de este episodio para hacer una llamada a la enmienda, y compara la situación de cada alma con la de una higuera.
El camino de la conversión
Dispuesto el amo a arrancar la higuera estéril, el viñador pide para ella otra oportunidad: «Déjala todavía este año». La parábola sugiere que este año puede ser el último. De hecho, será el último para mucha gente. No se trata de ponernos tétricos, sino de una posibilidad real. Puede no haber ya más oportunidades de gracia. La conversión es urgente, de ahora mismo. Y retrasarla para otro año, para otra ocasión, es una manera de cerrarse a Cristo, de darle largas… Hay tantas maneras de decir «no»…
El camino de la conversión parte siempre de la fe. El cristiano mira la infinita misericordia de Dios, movido por la gracia y reconoce su pecado o su falta de correspondencia a lo que Dios esperaba de él. Y, a la vez, nace una esperanza más fuerte y un amor más seguro. La vida del cristiano, llamado a la santidad, está hecha de muchas conversiones. Mientras luchemos por ser mejores, Dios siempre estará dispuesto a ayudarnos y darnos nuevas oportunidades. El problema viene cuando nos estancamos, nos acostumbramos a convivir con nuestro pecado y hacemos las paces con él.
En este camino de lucha continua, el cristiano encuentra en María un seguro refugio y una eficaz ayuda. Por medio de Ella, Mediadora de todas las gracias, recibimos la misericordia de Dios y la fuerza necesaria para luchar contra nuestras tendencias y pasiones. María es «Refugio de los pecadores y Madre muy amante -como la invoca San Maximiliano María Kolbe- a quien Dios quiso fiar todo el orden de la Misericordia». Que Ella nos ayude, durante estos días de ayuno y penitencia, a dar sabrosos frutos de conversión.