En el Evangelio de este sexto domingo de Pascua (Jn 14,23-29), próximos a la fiesta de la Asunción, el Señor hace a sus seguidores unas consoladoras promesas que perdurarán para siempre. En primer lugar dice que a todo aquel que lo ame, el Padre le amará y la Trinidad Santísima habitará y hará morada en su alma.
Es el misterio inefable de la misericordia del Señor para con el hombre: la inhabitación de la Trinidad en el alma de los justos. San Agustín dice bellamente: “Vienen a nosotros Padre, Hijo y Espíritu Santo, cuando nosotros vamos a ellos: vienen ayudando, venimos obedeciendo; vienen iluminando, venimos viendo; vienen llenando, venimos recibiendo: para que no sea en nosotros externa la visión, sino interna; y no sea fugaz su estancia en nosotros, sino eterna.”
Sin embargo, San Gregorio comenta que las divinas Personas no hacen morada en algunos hombres porque se olvidan de Dios en el tiempo de la tentación y vuelven a sus pecados. El que ama de verdad a Dios, lo tiene siempre en su corazón; porque, penetrado como está del amor de la divinidad, no se aparta de Dios en el tiempo de la tentación.
Por eso Jesús dice hoy: El que me ama guardará mi Palabra. Amar a Dios compromete la vida entera. Es un amor que debe manifestarse en mis palabras, en mi conducta, en mis acciones. Debe mostrarse en un esfuerzo contante y tenaz por quitar de nuestra vida todo lo que desagrada al Señor y por hacer siempre su santa voluntad.
El que está junto a otro
Esto no es posible si no contamos con la ayuda del Espíritu Santo, que es quien nos muestra constantemente el camino que debemos seguir, mediante sus divinas inspiraciones. Ese Espíritu, que Jesús llama “el Paráclito” es el encargado de la santificación de las almas. Paráclito significa: “el que está junto a otro”, efectivamente, Él siempre está a nuestro lado sugiriéndonos lo que debemos hacer en cada momento, inspirándonos actos de virtud y, sobre todo, iluminándonos con su gracia, fortaleciéndonos con sus dones, santificándonos con su amor. Pero para poder escucharlo y secundar su acción santificante en nosotros debemos aprender a escucharlo y a obedecerle en todo. Sólo en esa medida podrá Él hacer su obra de transformación en nuestras almas.
La paz y la alegría que Jesús hoy promete a sus apóstoles sólo serán posibles intensificando cada vez más la conciencia de esta unión con las Tres Divinas Personas. El amor busca la cercanía, la intimidad, la unión. Dios no nos ama a distancia. Su deseo es vivir en nosotros, inundarnos con su presencia y con su amor. Esta es la alegría del cristiano en este mundo y lo será en el cielo. Somos templos, lugar donde Dios habita. Hemos sido rescatados del pecado para vivir en su presencia. ¿Cómo seguir pensando en un Dios lejano? Lo que deberemos preguntarnos es cómo recibimos esta visita, cómo acogemos esta presencia.
Dócil a la acción de Dios
Para lograr esto el mejor modelo y el camino más seguro será María. Ella, Esposa del Espíritu Santo, Templo y sagrario de la Santísima Trinidad, nos irá educando en su escuela donde aprenderemos a ser dóciles a la acción de Dios como Ella lo fue.
La vida de María fue totalmente dirigida por Dios y por eso alcanzó esa plenitud de gracia que ahora derrama a manos llenas sobre todos los que se ponen bajo su protección. Un alma en la que está la devoción a María será un alma amada de una manera especial Dios, pues Ella es “Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo”.