La parábola del Buen samaritano que contemplamos este domingo nos da la clave para saber quién es mi prójimo al que debo amar.
En esta escena, Jesús nos va presentando las diversas formas que tenemos los hombres de “pasar de largo” ante aquel que necesita de nuestra ayuda. Finalmente nos indica el modelo al que estamos llamados a imitar, en la figura de aquel buen samaritano que se compadeció de su hermano.
Entre los judíos y los samaritanos reinaba un odio irreconciliable. Jesús elige en esta parábola rasgos extremos en sus personajes; así los oyentes pueden medir bien y captar la incondicionalidad y carencia de límites del mandamiento del amor. Aquellos que son servidores de Dios: el Levita y el Sacerdote, fallan, dan un largo rodeo, se desentienden, no quieren mancharse las manos ni comprometerse. En cambio el enemigo, el samaritano, cumple, se interesa por su hermano, le presta su ayuda, le da lo mejor de sí.
Tu prójimo es todo el que necesita ayuda: luego, no hay límites para el amor. Tu amor efectivo debe tener la misma extensión que tiene la necesidad del prójimo. Nadie debe ser para ti tan distante que no estés dispuesto a arriesgar tu vida por él.
“Haz esto y vivirás”
Y al final del relato, que fue suscitado por la pregunta de un legista sobre qué debía hacer para ganar la vida eterna, Jesús le dice: “Haz esto y vivirás”. Es decir, ten ese amor efectivo, auténtico, que te lleve a la acción, a comprometerte con riesgo, con daño propio, aunque eso suponga para ti tener que detenerte en tu camino, invertir tiempo en el otro, dar de tus bienes, ser señalado y criticado y, lo más difícil, aunque eso suponga para ti que tengas que romper con esa barrera de resentimiento que tienes hacia la otra persona.
Ese es el verdadero amor. No el que me lleva a amar al que siento inclinación o hacia el que tengo una deuda de gratitud, sino aquel que considero mi enemigo, por la razón que sea. Cuando él necesite de ti, no pases de largo por su lado. Ayúdalo. La recompensa que tendrás será la vida eterna, y ya en esta vida la felicidad de haber amado de verdad.
Madre de Misericordia
Es lo que la Virgen hace con nosotros en todo momento. Cuántas veces hemos sido nosotros los forasteros golpeados en el camino y medio muertos. Golpeados por nuestros propios pecados, por la maldad de los demás, por los reveses de la vida, por tantos sufrimientos. Y María ha pasado a nuestro lado y nos ha levantado de nuestra miseria.
Ella con razón podría dar un rodeo y dejarnos tirados, por haber sido nosotros la causa de sus dolores al pecar contra su Hijo. Sin embargo, María nunca pasa de largo junto a un hijo. Todo lo nuestro le importa, le duele, le conmueve y la mueve a compasión. Por eso María es llamada con razón: Madre de Misericordia. Y si Ella lo hace con nosotros así, también nosotros estamos llamados a imitarla en eso. Nos anima: «anda y haz tú lo mismo».