El Evangelio (Lc 12,13-21) nos presenta el reverso de lo que es el núcleo esencial del mensaje de Cristo. Ante un hombre que le pedía su intervención para que su hermano compartiera con él la herencia, Jesús le responde con una parábola: Un hombre rico quiso demoler sus graneros para hacer unos más grandes y así almacenar para muchos años. Sin embargo Dios le dijo: “Necio, esta misma noche te reclamarán el alma. Y lo que has acumulado, ¿para quién será?”. Y termina Jesús con esta sentencia: “Así es el que atesora riquezas para sí, y no es rico para Dios”.
Jesús ha venido a comunicarnos que somos hijos de Dios, que nuestro Padre nos cuida y que, por consiguiente, es preciso hacerse como niños, confiar en el Padre que sabe lo que necesitamos y dejarnos cuidar sin preocuparnos de atesorar riquezas materiales que, tarde o temprano tendremos que dejar.
La seguridad está en Dios
El pecado del hombre del Evangelio es que no se ha hecho como un niño: ha atesorado, fiándose de sus propios bienes, en vez de confiar en el Padre. Ha puesto su corazón en los bienes perecederos y se ha olvidado de trabajar por atesorar para el cielo. Por eso este hombre es calificado como necio.
Todo ese trabajo no le va a servir para salvar su alma que, a fin de cuentas, es lo único que importa. Su absurda insensatez consiste en olvidarse de Dios buscando apoyarse en lo que posee, creyendo encontrar seguridad fuera de Dios.
Esta autosuficiencia de la que debemos cuidarnos mucho, es el gran pecado y raíz de otros muchos pecados. Consiste en querer prescindir de Dios, creer que no necesitamos de Él, que nos bastamos a nosotros mismos. Es un pecado muy extendido en nuestro mundo, que parece se ha olvidado de Dios y tampoco recuerda que tiene un alma por la que debe trabajar.
Corazón y alma en el Cielo
Qué distinta es la actitud de María, totalmente opuesta a este rico insensato. Por un lado, María fue siempre humilde y pequeña y vivía totalmente abandonada en los brazos de Dios. Ante las distintas situaciones por las tuvo que pasar de dificultad e incertidumbre: como cuando fue a empadronarse estando a punto de dar a luz, en la huida a Egipto, en su viudez y a la muerte de su Hijo, no nos la podemos imaginar angustiada por no tener lo necesario para vivir.
Ella sabía que Dios dirigía su vida y que no la iba a abandonar. Sufría sí, porque no era insensible, pero no dudaba. María nunca se preocupó de atesorar bienes para esta vida, su corazón y su alma estaban en el cielo, en Dios.
Pidámosle a Ella que nos ayude a adquirir estas virtudes que hacen al alma agradable a Dios: la humildad, el abandono confiado en Dios, la dependencia de Él y el desprendimiento de los bienes materiales. Sabiendo que quien pone su confianza en el Señor nunca quedará confundido.