El testimonio de Juan que ve al Espíritu bajar sobre Cristo nos presenta a Jesús como el verdadero enviado por el Padre. Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo sacrificándose a Sí mismo para salvarnos a nosotros, pecadores.
Cuánta gratitud debemos tener con Cristo que, sin nosotros merecerlo, cargó voluntariamente con nuestros pecados y nos reconcilió con el Padre para que seamos verdaderamente hijos suyos y herederos de su gloria.
Y este sacrificio se renueva en cada Santa Misa. Allí Jesús vuelve a inmolarse por nosotros de forma incruenta y nos ofrece su perdón y su gracia para que seamos purificados y santificados por su sangre. Y nosotros, ¡qué poco conscientes somos de este don sin medida!
Ser testimonio
Dios no cesa de ofrecernos oportunidades para que alcancemos su gracia y seamos felices, pero los hombres muchas veces permanecemos sordos o indiferentes a esta llamada.
El camino que nos traza el Señor puede parecernos a veces áspero, pero debemos fijarnos en la meta que se nos ofrece. Lo único que Dios nos pide es que no pequemos más. El pecado le ofende y destruye nuestra relación con Él.
Sin embargo, si caemos y nos arrepentimos, contamos siempre con su perdón. Por eso Dios se nos presenta en este pasaje con tanta suavidad y ternura: un cordero, una paloma, una luz, el agua, símbolos todos de paz, porque nuestro Dios es un Dios de paz.
Luego San Juan dice: «Yo lo he visto y doy testimonio de Él». También nosotros, ¡cuántas veces hemos sido testigos de la presencia y del amor de Dios en nuestras vidas!
Y podemos preguntarnos: ¿Tenemos nosotros valor para dar testimonio de Jesús siempre que sea preciso? ¿Testimonio de palabra, predicando sin temor sus enseñanzas y de obra, amoldando nuestra vida a sus preceptos?
Luz que atrae
También a nosotros se nos exige ese testimonio ante un mundo cada vez más oscurecido en su ceguera y en su maldad. No nos echemos atrás. No nos avergoncemos de nuestra fe. Seamos astros que brillan en el mundo, luz que atrae, calor que persuade.
Toda la vida de María fue un testimonio constante de fidelidad al Señor.
Por eso hoy, del mismo modo o quizá más que en cualquier otro tiempo, los cristianos debemos pedirle, de modo especial, la gracia de saber recibir el don de Dios con amor agradecido, apreciándolo plenamente como Ella hizo en el Magnificat; la gracia de la generosidad en la entrega personal para imitar su ejemplo de Madre generosa; la gracia de la coherencia de vida, siguiendo su ejemplo de Virgen fiel; la gracia de un amor ardiente y misericordioso a la luz de su testimonio de Madre de misericordia.