Este domingo contemplamos un hermoso diálogo de salvación en el que Jesús se presenta a una mujer encadenada al pecado para rescatarla.
Para ello, Jesús es quien toma la iniciativa. No tiene inconveniente en mendigar de ella un poco de agua para entablar un diálogo y poder llevarla poco a poco hasta Él. De la misma manera Cristo desea ardientemente establecer ese diálogo con cada uno de nosotros. Desea rescatarnos de esa prisión de dolor, de frustración, de oscuridad en la que muchas veces nos encontramos a causa del pecado.
Dialogar con Jesús
Por eso, el primer fruto de la Cuaresma debe ser un diálogo renovado con Cristo, una oración más viva, más consciente y personal, más abundante; un diálogo que impregne toda nuestra vida, que nos lleve a escuchar lo que Jesús quiere decirme personalmente.
Un diálogo en el que yo pueda con sinceridad y arrepentimiento reconocer ante el Señor el mal que estoy haciendo, llamar a las cosas por su nombre sin estar echando la culpa a nadie, sin estar coloreando las cosas; en el que abra a Dios mi corazón dolorido y le pida su gracia para salir del pecado, para vencer esa tentación que me acecha, esa pasión que me domina, esa soberbia que me ciega. En el que pueda ir escuchando esa voz divina de Jesús que con amor me llama a la conversión y que me quiere salvar, quiere sanar mis heridas, quiere restaurarme, quiere dárseme como alimento de vida, quiere entregarse a mi alma y hacerme uno con Él.
El diálogo con Cristo es siempre un diálogo de salvación, un diálogo que nos dignifica y nos hace descubrir el sentido de nuestra vida, los horizontes sin fin de una vocación eterna y nos llena de esperanza y de alegría. Y el que nota que Cristo ha entrado en su vida y experimenta el gozo de su salvación, él mismo hace que continúe para otros este diálogo de salvación.
Es lo que hace la samaritana. Su testimonio suscita en otros el atractivo por Cristo y hace que entren en la órbita de Cristo. De esa manera acaban también ellos experimentando la salvación.
Dialogar con la Madre
Nunca tan a propósito como ahora ponernos bajo la tutela de María, la Madre y Maestra. Para poder contemplar ese rostro de Cristo, como en la transfiguración y escuchar su voz como la Samaritana, San Juan Pablo II nos invitaba rezar con frecuencia el Santo Rosario.
El Rosario es contemplar la vida de Cristo con los ojos de María. Desgranando las Ave Marías, la Virgen nos llevará como de la mano hasta el encuentro con su Hijo, nos introducirá en su Corazón Sagrado y allí podremos conocer mejor a ese Jesús que nos ama como nadie nunca nos ha amado ni nos podrá amar.
En ese diálogo con María, escucharemos la voz de Dios y también nosotros, como la Samaritana, seremos transformados en hombres nuevos y daremos testimonio de lo que Cristo ha hecho en nuestras vidas.