La solemnidad de la Resurrección del Señor es la fiesta de la alegría. Alegría de sabernos definitivamente liberados del pecado y de saber que Cristo “ya no muere más” (Rm 6,9) y que, “resucitado, vive para siempre en el cielo a la derecha del Padre intercediendo por nosotros” (Rm 8,34).
La Resurrección de Cristo no fue un simple tránsito de una persona que murió; la Resurrección de Cristo dio paso a algo totalmente nuevo. “Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).
Es la respuesta clara de Dios Padre al mundo de que los castigos que envía son medicinales y expiatorios, en orden al perdón del pecado y la cancelación de su deuda; de que Dios Padre ha enviado a su Hijo al mundo para salvar, no para condenar.
La gran fiesta de la luz
Con el acontecimiento de la Resurrección queda claro que Dios quiere ser para el mundo definitiva e irrevocablemente un Dios de amor-servicio, de entrega, de don cuya felicidad y vida es comunicarse. Y Dios Padre, inmensamente agradecido, quiere ser eso y hacer eso por medio de Jesús: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo todas mis complacencias. Escuchadlo”. (Mt 17,5)
La solemnidad de este día es también la gran fiesta de la luz, necesaria para poder rasgar las tinieblas que en la tarde del Viernes Santo cubrían toda la tierra. Esas tinieblas eran las del pecado, esta luz, es la de la gracia conquistada por el Redentor. Porque: “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20).
La luz de la Resurrección nos permite ver las cosas en su realidad y apreciarlas en su verdadero valor. Nos obliga a vivir de un modo nuevo. Nos enseña a despojarnos “del hombre viejo que se corrompe siguiendo los deseos engañosos”, y renovarnos “del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4,22-24).
A partir de este acontecimiento debemos convertirnos en “luz del mundo” (Mt 5,14), testimonio para los demás, llamados a resucitar con Cristo, a vivir con Él una vida nueva, llena de fe, de esperanza y de caridad.
Sin fe no se entiende nada, no se reconoce a Cristo resucitado. Es la advertencia que hizo el Señor a Santa Marta: “¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?” (Jn 11,40)
Hasta aquí ha de llegar nuestra conversión: Si creemos en la Pascua de Jesucristo, creeremos también en la Pascua del futuro, en un final glorioso como el de Jesús. La Pascua de los judíos significaba el paso del Señor (cfr. Ex 12,11). Así la nuestra —la del Bautismo, la de cada domingo, la de la Eucaristía— será también el paso de Dios por nuestra vida, una vida que debemos procurar llevar en estado de gracia para poder llegar a la casa del Padre.
Reina del Cielo, alégrate
Es por eso también que en este tiempo Pascual la comunidad cristiana, dirigiéndose a la Madre del Señor, la invita a alegrarse:
«Regina Coeli, Laetare, Allelluia», «¡Reina del cielo, alégrate. Aleluya!».
También Ella, por su fe, mereció gozar de las primicias de ese gran acontecimiento.
La actitud de María nos enseña, una vez más que Dios nunca defrauda, que el mal y la muerte no son los que tienen la última palabra, que si tú esperas en Dios recibirás sus promesas de vida y, al igual que a María, tu tristeza se convertirá en gozo y alegría.