El misterio de la Ascensión celebra el triunfo total, perfecto y definitivo de Cristo. No sólo ha resucitado, sino que es el Señor, el Dueño absoluto de todo: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra”. En Él Dios Padre ha desplegado su poder infinito. Todo ha sido puesto bajo sus pies, bajo su dominio soberano.
La Ascensión es la fiesta de Cristo glorificado, exaltado sobre todo, entronizado a la derecha del Padre. Por tanto, fiesta de adoración de esta majestad infinita de Cristo. Esta fiesta nos invita también a levantar nuestros corazones al cielo, para comenzar a habitar espiritualmente allá donde Jesús nos ha precedido, y reavivar nuestra esperanza en un Dios que todo lo puede. En Él todos nuestro fracasos, problemas, dificultades, taras, debilidades, encuentran solución eficaz. “Nada hay imposible para Dios”.
Alegre esperanza
En el discurso de la última cena Jesús nos había prometido “ir a prepararnos un lugar”. Por eso esta fiesta es de alegre esperanza, de suave degustación del cielo: adelantándosenos Jesús, nuestra Cabeza, nos ha dado el derecho de seguirle algún día. Así como en Cristo crucificado hemos muerto al pecado y en Cristo resucitado hemos resucitado a la vida de la gracia, así en Él, ascendido al cielo, hemos subido también nosotros.
El derecho al cielo ya ha sido adquirido, el lugar está preparado, a nosotros toca vivir en el mundo de tal modo que un día merezcamos ocuparlo. Entre tanto, mientras dura la espera, debemos actualizar la hermosa petición que la liturgia pone en nuestros labios: «Concédenos, oh Dios omnipotente, que también nosotros habitemos en espíritu en la celestial mansión» (Colecta).
«Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt. 6, 21), dijo un día Jesús. Si Jesús es verdaderamente nuestro tesoro, nuestro corazón no puede estar sino en el cielo junto a Él. Éste debe ser el gran anhelo de toda alma cristiana.
Pero la Ascensión es también compromiso de evangelización: «Id y haced discípulos de todos los pueblos». Evangelizar, hacer apostolado no es añadir algo a Cristo, sino sencillamente ser instrumento de un Cristo presente y todopoderoso que quiere servirse de nosotros para extender su señorío en el mundo. El que actúa es Él y la eficacia es suya (Mc 16,20); de lo contrario, no hay eficacia alguna.
Bajo su tutela maternal
Hoy también la Iglesia nos presenta a María, como Madre solícita.
Después de la Ascensión, y en espera de Pentecostés, la Madre de Jesús está presente personalmente en los primeros pasos de la obra comenzada por el Hijo.
Y así como los discípulos permanecieron bajo su tutela maternal, también nosotros ahora somos invitados a dejarnos conducir por Ella en nuestra peregrinación terrena.
Acojamos, pues, a esta Madre que será para nosotros el camino recto, corto y seguro para llegar a Dios.