Ante evangelios como el de hoy (Mt 10, 26-33) uno se asusta viendo lo poco coherentes que somos los cristianos. Jesús nos dice que no tengamos miedo a los que matan el cuerpo, y sin embargo vivimos llenos de temores: temor a la muerte, al sufrimiento, a lo que piensen o digan de nosotros, a lo que puedan hacernos, a quedar mal…
El verdadero cristiano –es decir, el hombre que tiene una fe viva– encuentra su seguridad en el Padre. Si Dios cuida de los gorriones, ¿cómo no va a cuidar de sus hijos? Sabe que nada malo puede pasarle. Lo que sucede es que muchas veces llamamos malo a lo que en realidad no lo es. La enfermedad, los reveses de fortuna, los sufrimientos de la vida e incluso la misma muerte, si se viven desde la fe, pueden reportarnos méritos eternos.
El ejemplo de los santos y de los mártires nos demuestran que dar la vida por Cristo y por la verdad del Evangelio predicado por Él es una ganancia. Por eso a lo largo de la historia de la Iglesia, que han ido gozosos y contentos al martirio en medio de terribles tormentos.
Este Evangelio de hoy nos invita a mirar al juicio definitivo: «nada hay escondido que no llegue a saberse». En ese momento se aclarará todo. Y en esa perspectiva, ante lo único que tenemos que temblar es ante la posibilidad de avergonzarnos de Cristo, pues en tal caso también Él se avergonzará de nosotros ese día ante el Padre.
El mal definitivo al que nos lleva el pecado es a la pérdida de la amistad con Dios y, si morimos en ese estado, a la pérdida de la vida eterna. Eso sí es lo que hay que temer: morir en pecado grave. Ante este Evangelio, ¡cuántas maneras de pensar y de actuar tienen que cambiar en nuestra vida!
Nuestro modelo
El ejemplo de la Santísima Virgen nos anima y estimula. Ante el mal más grande que le pudo sobrevenir, que fue presenciar la muerte de su Divino Hijo, María supo descubrir en esa tragedia la Voluntad salvífica del Padre, que entregaba a su Hijo para rescate nuestro.
Y su fe y esperanza la sostuvieron en las horas oscuras y dolorosas de la Pasión. Después de esa muerte, cuando todos los demás huyeron angustiados por la desesperanza, la Madre Corredentora nunca dudó en su corazón que asomaría la gloriosa mañana de resurrección.
También en nuestra vida, detrás de esa muerte dolorosa por la que en algún momento debemos pasar, Dios nos reserva el triunfo de su gloria.