Jesús nos enseña en el Evangelio de hoy (Mt 11, 25-30) que solo los pequeños pueden entender y aceptar la Buena Nueva del Reino. Y para que podamos entrar por ese camino, Él mismo nos ha dado ejemplo con su vida.
Ante la humildad de Cristo, el cristiano aprende también a ser humilde. El Hijo de Dios no ha venido con triunfalismos, sino sumamente humilde y modesto: un pesebre, un asnillo, una cruz. A Jesús le gusta la humildad. Es el estilo de Dios. Y el cristiano no tiene otro camino.
Dios no se da a conocer a los que se creen sabios y entendidos, a los arrogantes y autosuficientes, a los que creen saberlo todo, sino al que humildemente se pone ante Dios reconociendo su pequeñez y su ceguera.
Conocer a Dios
Al que es humilde de veras, Dios le concede entrar en su intimidad y conocer los misterios de su vida trinitaria, la relación entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Esto no es sólo para algunos pocos privilegiados, sino para todo bautizado, para todo el que es «sencillo» y se deja conducir por Dios. Pues precisamente «esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Y conocer no es sólo saber con la cabeza, sino tratar con Dios con familiaridad.
Hoy podría preguntarme, ¿mi vida como cristiano va dirigida a crecer en ese trato familiar con el Dios que vive en mí o me quedo en unas simples formas de comportamiento?
Por otro lado Jesús se nos presenta como nuestro descanso. Frente a los cansancios y agobios que encontramos en el camino o que nos procuramos a nosotros mismos y frente a las cargas inútiles e insoportables que ponemos en nuestros hombros, Cristo es el verdadero descanso y su ley un alivio. El pecado cansa y agobia. El trato y la familiaridad con Cristo descansan.
La pequeña Esclava
María lo dejó plasmado en su canto del Magníficat: “Él derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”.
Por eso, también Ella como su Hijo se llenó de gozo porque el Padre reveló sus secretos más íntimos a su pequeña Esclava.
María comprendió que lo que la hizo grande a los ojos de Dios fue, precisamente, su pequeñez.