La liturgia de hoy puede tomar como punto de partida aquellas palabras de San Pablo en la segunda lectura: “A nadie le debáis más que amor” (Rm, 13, 8). Esta es la gran deuda que cada cristiano debe procurar saldar. Y precisamente punto fundamental de ese amor mutuo es la práctica de la corrección fraterna. Dice Jesús: «Si tu hermano peca, repréndelo».
Dios tiene voluntad universal de salvar a todos los hombres, por eso Jesús nos manda que trabajemos para sacar de la mala vida al pecador.
Corregir al que yerra es una obra de misericordia que consiste en la advertencia hecha a una persona, con delicadeza y oportunidad, para apartarla del pecado o de un peligro de pecado. Las referencias en la Escritura a la corrección fraterna son frecuentes: “Corrige al amigo que quizá no obró con mala intención a fin de que no lo haga más”. (Eclo. 9,13).
Corrección Fraterna
La corrección fraterna ocupaba entre los primeros cristianos un lugar importante. Más tarde San Agustín vería, en el frecuente abandono de esta práctica de caridad, una de las causas principales de la relajación de costumbres.
Dejar perecer en el pecado a un hermano por no advertirle del peligro en el que está, es una traición. Sería hacernos cómplices de su mal. Si tenemos obligación de socorrerlos en sus necesidades corporales, con mayor razón lo estamos en las necesidades de su espíritu. Claro que aquí juega un papel fundamental la dulzura y mansedumbre con que ha de ser hecha, sin rebajar por eso la firmeza.
La corrección nunca debe ser hecha con intención de humillar, de mortificar y mucho menos de ofender al culpable. Tampoco debe inspirarse en motivos personales para hacer valer los propios derechos o desquitarse tal vez por alguna ofensa recibida.
Sólo un deseo caritativo y sincero del bien ajeno puede hacer eficaz la corrección fraterna; de esa manera se hará ésta con tanta bondad, que el hermano sentirá en ella más el amor que le tenemos que la humillación de ser reprendido. Así trató Jesús a los culpables; todos ellos quedaban curados por su amor y por su dulzura.
Bajo la dirección de María
En las diversas apariciones marianas que ha habido a lo largo de la historia, comprobamos cómo la Santísima Virgen, como Madre amorosa y solícita, nos amonesta de muchas maneras para que nos apartemos de la senda que conduce a la perdición.
Pongámonos bajo la dirección de María: el camino que Ella nos señale es un camino recto y seguro para el encuentro con Dios.
María es la educadora, la formadora. Posee la santidad y el arte de comunicarla. Para ello María está dotada de gran dulzura y de gran delicadeza. María no hiere, María no pone ojo duro. No desfallezcas en asistir a su Escuela. Por Ella te habla y te forma el Espíritu Santo.
María es incansable, infatigable. Nada hay en mí que pueda hacerla desfallecer en esta su misión de formadora, llena de bondad; de formar en mí el rostro de su Hijo Jesús. Cuanto más hundido esté más brilla la excelencia y bondad de su método educativo.
Todo educador tiene que tener paciencia. María tiene más. María tiene aguante. María tiene una paciencia inagotable, que no retrocede ni cede. María tiene indulgencia pero no condescendencia. No se apea del ideal de santidad que quiere grabar, esculpir en nosotros, en cada uno de sus hijos. Tu debilidad le hace tener mano izquierda, pero jamás abajar el modelo de santidad, suma y pauta de su actividad educadora.
Pidámosle que nos enseñe a corregir con caridad a nuestros hermanos, cuando sea necesario, y a aceptar con gratitud y humildad las correcciones y advertencias que se nos hacen, sabiendo que si queremos «ser perfectos» como el Padre celestial, debemos luchar cada día con sinceridad para enmendarnos de todo aquello que desagrada a nuestro Señor.