Epifanía significa manifestación. Al contemplar el pesebre y junto al Niño-Dios a los tres Magos de Oriente, tomamos conciencia de que ese frágil Niño es no sólo «pastor del pueblo de Israel» (cf. Mt 2,6), sino que es también la salvación para todos los pueblos: «luz para iluminar a las naciones paganas y gloria del pueblo de Israel» (cf. Lc 2,32).
Luz del mundo
«El tema de la luz -dice S. Juan Pablo II- domina las solemnidades de la Navidad y de la Epifanía, que antiguamente —y aún hoy en Oriente— estaban unidas en una sola y gran «fiesta de la luz». En el clima sugestivo de la Noche santa apareció la luz; nació Cristo, «luz de los pueblos». Él es el «sol que nace de lo alto» (Lc 1, 78), el sol que vino al mundo para disipar las tinieblas del mal e inundarlo con el esplendor del amor divino. El evangelista san Juan escribe: «La luz verdadera, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9)… Al encarnarse, el Hijo de Dios se manifestó como luz. No sólo luz externa, en la historia del mundo, sino también dentro del hombre, en su historia personal. Se hizo uno de nosotros, dando sentido y nuevo valor a nuestra existencia terrena. De este modo, respetando plenamente la libertad humana, Cristo se convirtió en «lux mundi, la luz del mundo». Luz que brilla en las tinieblas (cf. Jn 1, 5)… Hoy el Mesías, que se manifestó en Belén a humildes pastores de la región, sigue revelándose como luz de los pueblos de todos los tiempos y de todos los lugares.»
Hemos visto su estrella
«Para los Magos, que acudieron de Oriente a adorarlo, la luz del «rey de los judíos que ha nacido» (Mt 2, 2) toma la forma de un astro celeste, tan brillante que atrae su mirada y los guía hasta Jerusalén. Así, les hace seguir los indicios de las antiguas profecías mesiánicas: «De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel…» (Nm 24, 17)»
En el cielo de nuestras almas aparece también frecuentemente una estrella misteriosa: es la inspiración íntima y clara de Dios que nos pide algún acto de generosidad, de desasimiento, o que nos invita a una vida de mayor intimidad con él. Notemos que los Magos continuaron buscando al Niño, aun durante el tiempo que en la estrella permaneció escondida a sus miradas. También nosotros debemos perseverar en la práctica de la buenas obras, aun en medio de incertidumbres o tinieblas interiores.
Si siguiéramos esa estrella de la inspiración con la misma fe y prontitud de los Magos, ella nos conduciría hasta el Señor, haciéndonos encontrar lo que buscamos.
El lugar del encuentro
Pero los Magos venidos de Oriente para encontrar a Dios y adorarlo, lo encontraron y adoraron en Santa María: “Y entrando en la casa vieron al Niño con María, su Madre, y postrándose en tierra lo adoraron; y abriendo sus tesoros le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra” (Mt 2, 11).
Porque todo en Santa María es apto para encontrar a Dios. Ella al darnos a su Hijo, nos da Su Evangelio, Su Espíritu Santo, Su perdón, Su fecundidad. Ella nunca se cansa de nosotros. Nos protege y defiende eficazmente de todo enemigo.
Fuente Ad Sensum: S. Juan Pablo II, Homilía 6 de enero de 2002