El segundo domingo de adviento nos presenta la figura de San Juan Bautista invitándonos a allanar el camino para la venida del Señor mediante la conversión personal. El domingo pasado el llamado era a la vigilancia, hoy esa vigilancia debe traducirse en un cambio de vida que le permita a Dios entrar en mí.
La conversión sólo es posible cuando yo, a la luz de Dios, comparo mi negrura con su pureza. Por eso debo ponerme frente a Dios y dejar que su Espíritu Santo me ilumine y me vaya mostrando todas esas cosas que me apartan de Él.
El que se conoce a sí mismo con sinceridad sabe con evidencia en qué actos y actitudes tiene que convertirse. La conversión marca el norte de la vida; sin ella, cuanto más camina uno más se aleja de su centro.
Riesgo valiente
Dios nos habla al corazón, nos anima al siempre más, al ir más alto, al dejarnos hacer. Pero muchas veces preferimos mantenernos en la mediocridad, que produce en nuestro interior aburrimiento, hastío, insatisfacción.
El vivir evangélico no es un vivir ligero, fácil. El Evangelio exige un temple ardiente, militante. Jesús quiere gente muy firme y entera, gente que luche, sude y no se doble. Jesús busca cristianos capaces de resoluciones firmes, de riesgo valiente y tenaces.
Por eso necesitamos pedirle al Señor en la oración que nos dé primeramente el deseo de desear esta gracia tan grande de convertirnos de corazón. El dejar el hombre viejo conlleva el asumir una vida de mortificación constante de la propia voluntad desordenada, y en no pocas ocasiones un desprendimiento doloroso de muchas cosas que nos apartan de Dios.
Juan grita. Grita para despertar mi atención embotada, insensible por el mundo que llevo dentro: las preocupaciones, las malas tendencias que me dominan, el ruido que me impide entrar en mi interior: la música, las imágenes, la comodidad, me hacen estar distraído y soñoliento. Grita para dar importancia al mensaje. Para hacerme caer en la cuenta de la voluntad de Dios, llena del deseo por mi conversión y santificación.
Abrirse a Dios
En el contexto del Adviento, este texto nos orienta enérgicamente hacia Cristo, hacia el Mesías que viene y que «bautiza con Espíritu Santo». Es lo que el mundo de hoy y cada uno de nosotros necesita: acoger a Cristo y dejarse invadir y santificar por su Divino Espíritu sin ponerle condiciones.
Si esta Navidad pasa por mí sin pena ni gloria, si no se nota una transformación en mi vida, es que habré rechazado a Cristo.
Abrámonos a Dios como se abrió María, diciendo: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra».
En María Dios no encontró obstáculo alguno para desbordarse en gracias, porque toda Ella era pura transparencia, pura docilidad al Espíritu Santo. Si imitamos su conducta, también el Señor podrá obrar en cada uno de nosotros obras grandes.