Es tan grave el pecar, hace tanto daño a nuestra alma, que el Señor nos manda llamar la atención de nuestros hermanos cuando nos percatemos que han dejado el camino de la rectitud.
La corrección auténtica tiene como finalidad el cambio de conducta: Convencerlo con razones y amor poniéndole ante los ojos su realidad pecaminosa para provocar en el hermano un arrepentimiento profundamente gozoso, libre y sincero. De no enmendarse, podrá ser causa de escándalo o tropiezo para los demás. Corregir a un hermano en la fe, conseguir con el propio esfuerzo y trabajo reconducir al hermano a Dios, ganarlo para Dios, es un deber de caridad para todo discípulo de Cristo: «Si tu hermano peca, llámale la atención».
Salvar al hermano
Esta corrección fraterna debe hacerse en primer lugar «a solas», para velar por la buena fama del hermano y no exponerlo innecesariamente a la vergüenza pública. Dado que lo que se busca es salvar al hermano, y supuesto el caso de que el pecado no sea públicamente conocido, debe guardarse la discreción. La caridad y el respeto son fundamentales si deseamos mover a la conversión del corazón.
Si el infractor acoge humildemente la corrección y se enmienda: «has salvado a tu hermano». Pero si cierra su corazón «llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos».
Si tampoco hace caso, «díselo a la comunidad». Si fallan las dos primeras instancias, queda el recurso a la Iglesia. Aquí puede tratarse también de la Iglesia Jerárquica, de allí que Jesús diga inmediatamente después a sus Apóstoles: «Les aseguro que todo lo que aten en la tierra quedará atado en el Cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el Cielo». Los Apóstoles, como jefes de la Iglesia, gozan de este poder de atar y desatar, permitir o prohibir.
La oración en común
Inmediatamente después, Jesús exhorta a la oración en común. Si bien nuestra salvación es un asunto personal, el Señor ha querido que nos apoyemos unos en otros y nos ayudemos en el caminar hacia la meta definitiva. La Iglesia ha vivido desde siempre la práctica de la oración en común, que no se opone ni sustituye a la oración personal privada por la que el cristiano se une íntimamente a Cristo.
El Papa San Pablo VI dijo: “¿Qué es la Iglesia? Una comunidad que reza… por ello su actitud más fundamental y característica es la cultual. Lo que más urge en la Iglesia es la oración”. Sabemos que esa no es la definición «científica» de la Iglesia, pero el Papa nos ha dado la definición del Corazón de la Iglesia: Crear el clima para que el hombre ore, ya que a través de la oración el Corazón de Dios puede vivificar nuestro mundo.
Oración en familia
Muy grata al Señor es la oración que la familia reza en común. De este modo lograremos que Dios no sea considerado un extraño, a quien se ve a ver una vez a la semana -el domingo- en la Iglesia; que Dios sea visto y tratado como es en realidad: también en medio del hogar, porque, como ha dicho el Señor, «donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt. 18, 20).
La plegaria en común comunica una particular fortaleza a la familia entera. La primera y principal ayuda que prestamos a los padres, a los hijos, a los hermanos, consiste en rezar con ellos y por ellos. La oración fomenta el sentido sobrenatural y nos enseña a ver que nada es ajeno a los planes de Dios: en toda ocasión se nos muestra como un Padre que nos dice que la familia es más suya que nuestra. También en aquellos sucesos que sin estar cerca de Él serían incomprensibles: la muerte de una persona querida, el nacimiento de un hermano minusválido, la enfermedad, la estrechez económica… Junto al Señor, amamos su santa voluntad, y las familias, lejos de separarse, se unen más fuertemente entre sí y con Dios.
El Rosario en familia
Señalamos, muy especialmente, de la mano de la Virgen María y de los últimos Sumos Pontífices, el rezo del Santo Rosario en familia:
«Ojalá resurgiese la hermosa costumbre de rezar el rosario en familia». (Juan Pablo II Hom. 12-X-1980.)
«Si queréis que la paz reine en vuestros corazones, en vuestra familia y en vuestra patria, rezad todos los días en el seno del hogar el Santo Rosario, pues no es otra cosa que el mismo Evangelio compendiado, el cual dará a los que lo recen la paz santa prometida en las Sagradas Escrituras… Amad el rosario. Rezadlo con amor y devoción». (Pío IX)
«¿Qué forma de oración en común podría ser más sencilla y más eficaz que el Rosario en familia, en el que los padres e hijos se unen, para suplicar al Eterno Padre, por intercesión de la Virgen Madre, mientras meditan sobre los Misterios de nuestra fe?… No hay un medio más seguro para invocar las bendiciones de Dios sobre la familia y, sobre todo, para preservar la paz y la felicidad de la casa, que el rezo cotidiano del Rosario». (Pío XII).
No ofendáis más a Dios
Recordemos la petición reiterada e incesante de nuestra Madre, la Virgen Inmaculada, en Fátima cuando, con marcada tristeza, suplicó: “No ofendáis más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido” (13 de octubre de 1917). Ella quiere y nos pide que roguemos por los pecadores, para sustraerlos de las garras del maligno y que no acaben con un final irreparable (el infierno): «Sacrificaos por los pecadores […] Habéis visto el infierno, a donde van las almas de los pobres pecadores» (13 de julio de 1917). «Rezad, rezad mucho, y haced sacrificios por los pecadores, pues van muchas almas al infierno, por no tener quien se sacrifique y pida por ellas» (19 de agosto de 1917). «Son tantas las almas que la justicia de Dios condena por los pecados cometidos contra mí que vengo a pedir reparación: sacrifícate por esta intención y ora». (Tuy 13 de junio de 1929).
La Santísima Virgen María tiene un solo dolor: nuestro pecado. Nuestro pecado está en la base de todas nuestras desgracias. A María el pecado, aun el más leve, aun la sombra del pecar le hace sufrir profundamente. Por eso su llamado continuo en Fátima es a que oremos por la conversión de los pobres pecadores y por nuestra propia conversión.