Sólo Dios puede pedir ser amado primero, con ese amor total. Y Jesús es Dios. Seguirlo implica renunciar a todo lo que no es Él. Renuncia que se traduce en subordinar nuestra persona y lo que está relacionado con ella a su seguimiento. Habrá momentos en la vida en que tendremos que optar entre mantenernos fieles a Cristo o ceder ante las presiones sociales o familiares. Es precisamente allí donde el cristiano puede demostrar cuáles son sus prioridades. Caminar tras las huellas de Cristo es una decisión que conlleva exigencia y radicalidad.
Adhesión radical
El seguimiento de Cristo exige una adhesión radical que se expresa en un amor superior a todo otro amor; hay que amar a Jesús más que a los padres, más que a los hijos, más que a sí mismo, más que a la vida. Esto no significa negarse a los afectos de la familia o del prójimo –cosa absolutamente contraria a la ley de Dios-, sino que no hay anteponer nunca el amor a la criatura al amor a Cristo.
Si queremos mantenernos en esa actitud de preferir a Dios, nos es preciso estar dispuestos a los máximos sacrificios. Si opto todo entero por Dios, tendré que enfrentarme a incomprensiones, críticas, rechazo, en medio de la sociedad y muchas veces también dentro de la propia familia. Pero «el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí», nos dice Jesús. Es preciso cargar la cruz, sabiendo que nos asiste su gracia, porque «mi yugo es suave y mi carga ligera».
Escoger a Dios
Aquí no hablamos sólo del martirio sangriento, sino -en palabras de Santa Teresita del Niño Jesús- del martirio del corazón. Cuando las circunstancias de la vida ponen ante la encrucijada de elegir entre la criatura y Dios, el cristiano no puede dudar en la elección, aunque tenga que imponer a su corazón graves privaciones. Es el caso cuando una persona se siente llamada a la vida religiosa o a la total consagración a Dios, o cuando tiene que tomar ciertas decisiones, como sería dejar a una persona, un trabajo, un modo de vida, que le hace pecar, para escoger a Dios y vivir en gracia. Porque claramente el Señor nos dice que «el que pierda su vida por Mí, la encontrará», haciendo alusión a la vida eterna.
Ni el ojo vio…
Jesús se identifica con sus discípulos diciendo: “Quien los recibe a ustedes me recibe a mí; y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado”. Y nos habla de una recompensa, según el trato que le demos a Él en sus enviados. “Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa”.
El Señor exige de nosotros un desprendimiento y una entrega total, pero a su vez, promete una recompensa que supera lo que nosotros podemos imaginar, y que es la vida, la eterna. Porque como dice el apóstol San Pablo, haciendo alusión a un texto de Isaías: » … anunciamos lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre imaginó, lo que Dios preparó para los que le aman.» (Cor. 2, 9)
La gracia de Dios será vuestra fortaleza
La cruz, el sacrificio, el dolor… espantan. Pero de la mano maternal de la Señora, podremos superar esos temores y aún mayores dificultades. Como sucedió con los pastorcitos de Fátima. Recordemos lo que les dijo en su primera aparición: «¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quisiera enviaros, en acto de desagravio por los pecados con que es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?… Tendréis, pues, mucho que sufrir, pero la gracia de Dios será vuestra fortaleza.»
Y les dio a conocer anticipadamente ese premio que Jesús ha prometido a los que llevan su cruz. Fue al pronunciar esas últimas palabras (la gracia de Dios, etc.) cuando abrió las manos comunicando a los niños una luz tan intensa como un reflejo que de ellas se irradiaba, que les penetraba en el pecho y en lo más íntimo del alma, haciéndoles ver a ellos mismos en Dios que era esa luz, más claramente que nos vemos en el mejor de los espejos.
Fuente ad Sensum: Intimidad Divina del R.P. Gabriel de Santa M. Magdalena, OCD