Este segundo Domingo de Adviento hace hincapié en la llamada a la conversión. No podemos recibir a Cristo si no estamos dispuestos a que su venida cambie muchas cosas en nuestra vida.
Pero para ponerme en disposición de cambiar, he de darme cuenta de que necesito a Dios y también debo ver con sinceridad qué cosas son las que me están apartando de Él.
¿Siento anhelo de Cristo? ¿Soy consciente de que necesito una sincera conversión en diversos aspectos?
En el Evangelio de hoy (Mt 3, 1-12) Juan Bautista nos es presentado como modelo de nuestro Adviento. Llevaba un vestido de pelos de camello, con un cinturón de cuero y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Esto nos enseña en primer lugar que para recibir a Cristo es necesaria una buena dosis de austeridad.
Mientras uno viva ahogado por el consumismo, esclavo de la comodidad, el lujo o el placer, no puede experimentar la dicha de acoger al Señor y su salvación. Es imposible ser cristiano sin ser austero.
Un camino que culmina en Pentecostés
Luego nos dice que Juan bautizaba en el Jordán. Era un bautismo de preparación para la venida del Señor. Una vez que reconozco con sinceridad ante Dios mis pecados y pongo los medios para cambiar, Jesús me ofrece su Espíritu Santo. Por eso esperar a Cristo nos lleva a esperar al Espíritu Santo que él viene a comunicarnos. Con el Adviento se inaugura un camino que culmina en Pentecostés.
¿Tengo ya desde ahora hambre y sed del Espíritu Santo? ¿Me estoy dejando transformar por Él o por el contrario, me hago el sordo a su llamada para no tener que pasar por las dificultades o sufrimientos que me traerán las rectificaciones que haga en mi vida?
Pero la predicación de Juan como la de Jesús no es sólo anuncio de salvación, liberación y gracia; sino también anuncio de desastre, de advertencia y de exhortación al cambio total, pues la hora ha llegado. Es la hora de acercarse Dios con su cara de santidad de amor. Pero si lo rechazo se volverá y me presentará la cara de su santidad de justicia.
Juan y Jesús no cejaron en su empeño de abrir los ojos a un pueblo, que se empecinaba en permanecer ciego. Que no seamos nosotros de ese grupo endurecido, sino de aquel pueblo humilde y sencillo dispuesto a convertirse y acoger al Salvador.
La Mujer del Adviento
María, la Mujer del Adviento, es la que nos enseña la actitud que debemos tener a la espera del Mesías. Nadie ha plasmado tan maravillosamente en su vida la espiritualidad del Adviento como Ella. Su corazón latía en Adviento a impulso de un triple sentimiento: pureza, interioridad y esperanza.
Pureza porque se conservó siempre sin mancha y con la intención de hacer todas sus obras según el querer de Dios. Interioridad porque no se dejó distraer por el ruido, la agitación exterior, los contratiempos, todo eso que a nosotros muchas veces nos hace perder la paz y el recogimiento. Y la esperanza de saber que fiel es Dios para cumplir sus promesas.
Quien espera en el Señor nunca queda defraudado. Que también en este Adviento Jesús encuentre esos sentimientos en nuestra alma: pureza, interioridad y esperanza.