El Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo es el misterio del amor del Dios. Esa fue la obra de Jesús en este mundo: amar hasta el acabamiento, hasta el extremo, hasta no poder más.
El Evangelio de hoy (Mc 14, 12-16.22-26) nos recuerda el momento solemne de la institución de la Eucaristía. La Eucaristía es el sacramento del Cuerpo y la Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo bajo las especies de pan y vino. Ya Jesús había dicho anteriormente: «Yo soy el Pan Vivo…» (Jn. 6, 51). A través de estas frases breves y entrecortadas se siente el latir del Corazón Sagrado del Buen Pastor, que no sólo nos conduce a verdes praderas, sino que Él mismo es nuestro Pasto.
Estaba el hombre despojado de todo don sobrenatural, y Dios le enriquece con su propia inhabitación en Él. Estaba hambriento, y se le dio Él mismo como alimento restaurador. Yacía en sombras de muerte por el juicio que sobre él pesaba, y se ofreció Dios mismo como víctima para su reconciliación.
Cristo viene a las almas
Las palabras del Señor son espíritu y vida y deben interpretarse según el espíritu: Por obra de este divino Sacramento, el hombre se muda en Cristo, que colma de felicidad al alma donde entra con su gracia. Cristo viene a las almas, en este misterio, con la plenitud de sus dones, de suyo poderosos para santificarnos. Sin embargo, esta acción divina está condicionada a la preparación y disposición con que lo recibimos.
Por desgracia, cuánta frialdad e indiferencia hay en tantas almas que comulgan por rutina y costumbre. En una ocasión Jesús mismo le dijo a Santa Faustina Kowalska: «Mi gran deleite es unirme con las almas. Has de saber, hija mía, que cuando llego a un corazón humano en la Santa Comunión, tengo las manos llenas de toda clase de gracias y deseo dárselas al alma, pero las almas ni siquiera me prestan atención, me dejan solo y se ocupan de otras cosas. Oh, qué triste es para Mí que las almas no reconozcan al Amor. Me tratan como una cosa muerta».
Como a la Samaritana, el Señor nos podría decir: «¡Si conocieras el don de Dios, tú me pedirías…!» (Jn 4, 10). Si conociéramos el don de su Amor, no lo dejaríamos solo. Pero nuestra gran tristeza es que no creemos en su Amor.
Una vez más la Iglesia nos conduce a este misterio para que conozcamos ese don de Dios y se despierte nuestra sed de Él. En la Sagrada Eucaristía tenemos todo lo que necesitamos para ser felices, tenemos a Dios y con Él todos los bienes.
Comulgar con su Corazón
Los efectos propios de este sacramento son: aumenta la gracia santificante, nos une íntima y estrechamente con Cristo, sustenta, aumenta y deleita la vida espiritual; robustece al alma en las dificultades, es prenda de vida eterna, acrecienta la virtud de la castidad, el amor a la pureza, etc. No acabaríamos de enumerar los beneficios que se siguen para el alma en gracia que recibe a Jesús Sacramentado.
Si el saludo de María, que llevaba en sus entrañas al Divino Pan, produjo tal efusión del Espíritu Santo en el alma de Juan Bautista e Isabel, ¿qué no haría en las almas que le recibieran con fe y con amor?
Pidamos a la Virgen que nos enseñe a comulgar con su Corazón Inmaculado. Nadie mejor que Ella sabrá dar digna posada a Aquel a quien tuvo la dicha de llevar nueve meses en sus purísimas entrañas.