«Entonces Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, sintió hambre…» (Mt. 4, 1)
Antes de iniciar su vida pública, Jesús pasó cuarenta días en el desierto para orar y ayunar, para hacer penitencia por nosotros. Él, que era persona divina, no había pecado ni podía pecar, pero quiso de este modo, no sólo darnos ejemplo, sino también ofrecer al Padre una reparación digna por nuestro pecados.
El tentador siempre usa la misma estrategia: intenta hacer caer en la sensualidad, por medio del deseo de comer; en la soberbia, por medio del orgullo presuntuoso, y en la codicia: de riqueza, poder y goce de la vida. Jesús se preparó para la tentación orando y ayunando.
Y a esto nos invita la Iglesia en el tiempo de Cuaresma. Cuarenta días para recorrer un camino de conversión, consagrado a la oración, a la meditación de la Palabra de Dios -sobre todo a reflexionar sobre la vida de Nuestro Señor- y también a la penitencia -que es el sacrificio voluntario que nos imponemos-, todo hecho por amor, unido a los méritos de Cristo, como preparación para la gran fiesta de la Pascua de Resurrección.
Prácticas obligatorias de penitencia
La Iglesia ha fijado unos días penitenciales en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia.
Son días y tiempos penitenciales todos los viernes del año y el tiempo de Cuaresma. Todos los viernes, a no ser que coincidan con una solemnidad, debe guardarse la abstinencia de carne, o de otro alimento que haya determinado la Conferencia Episcopal. Ayuno y abstinencia se guardarán el miércoles de Ceniza y el Viernes Santo.
La abstinencia obliga a los que han cumplido catorce años. La carne es considerada carne y órganos de mamíferos y aves de corral. También se prohiben las sopas y cremas de ellos. Se permite comer pescado y productos derivados de animales como margarina y gelatina (sin sabor a carne), huevos, lácteos y cualquier condimento a base de grasa de animales.
El ayuno obliga a todos los mayores de edad hasta que hayan cumplido cincuenta y nueve años. Consiste en reducir la cantidad de comida usual. Se permite una comida más dos comidas ligeras, que juntas no sobrepasen la comida principal en cantidad. El ayuno se rompe si se come entre comidas o se toma algún líquido considerado comida, como batidos, pero no leche.
La Conferencia Episcopal de cada lugar puede determinar con más detalle el modo de observar el ayuno y la abstinencia, así como sustituirlos en todo o en parte por otras formas de penitencia, sobre todo por obras de caridad y prácticas de piedad.
El ayuno a pan y agua
Siempre que no impida el cumplimiento de los deberes de estado -de esposo o esposa, trabajador, estudiante…- o nos cause una enfermedad, afirma Sor Lucía, la vidente de Fátima, «podemos y debemos no limitarnos a eso -lo obligatorio-, que, en verdad, es muy poca cosa, cara a la necesidad que todos tenemos de hacer penitencia por los propios pecados y por los del prójimo».
Por ejemplo, ayunar a pan y agua -que se puede hacer tomando un poco de pan y agua tres veces al día- o, en caso de necesidad, reemplazar el agua por una infusión. Pero no solamente en tiempo de Cuaresma, sino que podemos extenderlo a otros días durante el año: los Viernes, en honor al Corazón de Jesús o los sábados, en memoria de la Santísima Virgen.
¿Qué dice la Hermana Lucía?
El Mensaje pide que ofrezcamos a Dios de todo lo que podamos un sacrificio: «De todo lo que pudierais, ofreced un sacrificio en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores» (Palabras del Ángel).
Un motivo más que Dios nos presenta y por el cual nos debemos sacrificar: Reparar los pecados con los cuales Él es ofendido, los pecados propios y los del prójimo. Siempre que ofendemos a una persona, debemos reparar, cuando nos sea posible, el disgusto y el daño causado; para eso acostumbramos a pedir perdón, pedir disculpas, etc. Ahora, con mucha más razón.
Penitencia en la comida: En el camino de nuestra vida diaria, encontramos muchas y variadas especies de sacrificios, que podemos y debemos ofrecer a Dios. El sacrificio de la gula que, en muchos casos, es obligatorio. Abstenerse de las bebidas alcohólicas en demasía, que trastornan el juicio, embrutecen la razón y degradan la dignidad dejando a la persona en estado de ruina delante de Dios y de los hombres honestos. ¡Cuántas familias infelices por causa de este pecado de gula! ¿Por qué no se ofrece a Dios el sacrificio de no beber, repartiendo con los pobres aquello que con tanto daño se iría a gastar en excesos y pecados, mientras muchos hermanos nuestros se encuentran sin lo necesario para vivir?
Ofrecer a Dios en sacrificio algún pequeño gusto en la alimentación, de modo no perjudicial a las fuerzas físicas de que precisamos para poder trabajar. Así, por ejemplo, cambiar una fruta más de nuestro gusto por otra que nos es menos agradable, un dulce… o una bebida…; soportar la sed por un cierto espacio de tiempo y después saciarla, sí, pero con una bebida menos agradable, abstenernos del alcohol, por lo menos evitar el tomarlo en exceso.
Todo con sencillez, amor y gratitud: cuando nos servimos, no debemos escoger lo mejor. Pero si no podemos dejarlo de lado sin ser observados, mejor tomarlo con sencillez y sin preocupación, dando gracias a Dios por el mimo que nos proporciona, porque, no podemos creer que Dios, buen Padre que es, sólo esté contento con nosotros cuando nos ve mortificados. Dios creó las cosas buenas para sus hijos y le gusta ver que se sirven de ellas, sin abusar y después de cumplir su deber de trabajo para merecerlas, y tomarlas con reconocimiento y amor por Aquel que las llenó con sus dones.
Propósito de la semana: ofrecer, por manos de Nuestra Señora, un ayuno o alguna penitencia en la comida y bebida, para alcanzar, sobretodo, la conversión de mi corazón.
Fuentes Ad Sensum:
- Código de Derecho Canónico
- Llamadas del Mensaje de Fátima