Un espectáculo bochornoso se ofreció a la mirada de Jesús. El templo, la casa de su Padre, había sido convertida en un mercado. Era una prueba del espíritu materialista y ambicioso que envenenaba principalmente a los dirigentes religiosos del pueblo.
Era necesario que Jesús viniese a restaurar la ley antigua, a completarla, a perfeccionarla, sobre todo en el sentido del amor y de la interioridad. El gesto valiente de Cristo de echar a los profanadores del templo puede ser considerado desde esta perspectiva. Dios debe ser servido y adorado con pureza de intención; la religión no puede servir de escabel a los propios intereses, a miras egoístas o ambiciosas. Por eso Jesús les dice a los vendedores: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (Jn 2, 16).
La Ley del amor
Jesús tuvo que enfrentarse personalmente con el fariseísmo puritano, que trataba de conjugar la piedad legalista con sus propios intereses egoístas y materiales.
Esta actitud del Señor nos enseña que nuestras relaciones con Dios y con el prójimo, deben de ser sumamente rectas, sinceras; puede suceder que en el culto divino o en la observancia de un punto cualquiera del decálogo nos quedemos más en el lado exterior, ritualista, que en el interior; y entonces nos podremos convertir, en mayor o menor escala, en profanadores del templo, de la religión, de la ley de Dios, que es la ley del amor. Es lo que sucede cuando, con el pretexto de “cumplir”, nos olvidamos de hacer nuestras obras por y con amor, con verdadero deseo de agradar a Dios en lo que hacemos, con sincero arrepentimiento de nuestras caídas y pecados, con propósito firme de ser cada día mejores. O también cuando, contentos con nuestra “religiosidad” de cumplimiento, nos olvidamos de las necesidades de nuestros hermanos, de vivir la caridad con el prójimo, de buscar el bien del otro, satisfechos de nuestra piedad exterior.
No profanar el templo
También podemos caer en esa especie de profanación cuando en nuestras iglesias, donde habita el Señor, con su Presencial Real en la Sagrada Eucaristía, cometemos irreverencias con charlas, miradas, uso del móvil, vestir inmodesto, comer o beber, desatenciones y hasta sacrilegios.
San Juan hace notar que Jesús purificó el templo, librándolo de los vendedores y de sus mercancías, cuando estaba próxima la «Pascua de los Judíos». Y la Iglesia, próxima ya la «Pascua de los cristianos», parece repetir el gesto de Jesús, invitando a los creyentes a que purifiquen el templo del propio corazón, para que de él se eleve a Dios un culto más puro. Cada vez que nosotros cometemos pecado, estamos profanando ese templo donde habita el Señor. Por eso la Iglesia, en la Cuaresma, nos llama a la conversión, a quitar de nuestra vida todo aquello que “mancha” ese templo o lo profana, todo aquello que lo desvirtúa. Como nos dice San Pablo: «¡Huid de la fornicación! Todo pecado que comete el hombre queda fuera de su cuerpo; mas el que fornica, peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?» (1Co 6, 18-19).
Templos del Espíritu Santo
Pero Jesús habló además de otro templo, infinitamente más digno, el «templo de su cuerpo». A éste aludía al afirmar: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Estas palabras, que escandalizaron a los judíos, fueron comprendidas por los discípulos sólo después de la muerte y de la resurrección del Señor. Mediante su misterio pascual Jesús ha sustituido el templo de la Antigua Alianza por su cuerpo, que es templo vivo y digno de la Santísima Trinidad, el cual, ofrecido en sacrificio por la salvación del mundo, sustituye y anula todos los sacrificios de «bueyes, ovejas y palomas» que se ofrecían en el templo de Jerusalén y que, por lo mismo, ya no tienen razón de ser.
De la misma manera, el culto que ahora se le dará será un culto en espíritu y en verdad. Para ello es necesario que nuestra propia alma sea una morada digna del Señor, desde la que se eleven hasta Él nuestros sacrificios. Un lugar de encuentro personal con nuestro Padre. Para esto nos será de gran ayuda intensificar nuestro amor y devoción a la Santísima Virgen, Templo del Espíritu Santo y Morada del Altísimo. María conservó de una manera tan pura e inmaculada su alma, que Dios puso en Ella su morada para que el Hijo de Dios se hiciera carne de su carne. Nuestra devoción a María nos ayudará a ir purificando nuestro corazón de todo aquello que es obstáculo para el Señor. Y Ella misma se encargará de llevarnos al Encuentro de su Hijo.