Hoy se abre la Semana Santa con el recuerdo de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. El Señor siempre se había opuesto a cualquier tipo de manifestación pública, pero hoy se deja aclamar como Mesías y como Rey. Sólo ahora, que está para ser llevado a la muerte, acepta su aclamación pública como Mesías, precisamente porque muriendo en la cruz será, plenamente, el Mesías, el Redentor, el Rey y el Vencedor. Acepta ser reconocido como Rey, pero como un Rey con características inconfundibles: humilde y manso, que entra en la ciudad santa montado en un asnillo, que proclamará su realeza sólo ante los tribunales y aceptará que se ponga la inscripción de su título de rey solamente en la cruz.
La entrada triunfal
La entrada jubilosa en Jerusalén constituye el homenaje espontáneo del pueblo a Jesús, que se encamina, a través de la pasión y de la muerte, a la plena manifestación de su Realeza divina. Aquella muchedumbre que lo aclamaba no podía abarcar todo el alcance de su gesto, pero la comunidad de los fieles que hoy lo repiten sí puede comprender su profundo sentido. «Tú eres el Rey de Israel y el noble hijo de David, tú, que vienes, Rey bendito, en nombre del Señor… Ellos te aclamaban jubilosamente cuando ibas a morir: nosotros celebramos tu gloria, ¡oh Rey eterno!» (MR).
La liturgia invita a fijar la mirada en la gloria de Cristo Rey eterno, para que los fieles estén preparados para comprender mejor el valor de su pasión humillante, camino necesario para la exaltación suprema. No se trata, pues, de acompañar a Jesús en el triunfo de una hora, sino de seguirle al Calvario, donde, muriendo en la cruz, triunfará para siempre del pecado y de la muerte. Estos son los sentimientos que la Iglesia expresa cuando, al bendecir los ramos, ora para que el pueblo cristiano complete el rito externo «con devoción profunda, triunfando del enemigo y honrando de todo corazón la misericordiosa obra de salvación» del Señor. No hay un modo más bello de honrar la pasión de Cristo que conformándose a ella para triunfar con Cristo del enemigo, que es el pecado.
La Dolorosa Pasión
Por otro lado, el Evangelio de este domingo nos introduce de lleno en el misterio de la Pasión del Señor. Misterio que es «insensatez» para muchos, como dice San Pablo, pero para los cristianos es y debe ser «sabiduría y fuerza de Dios». ¿Por qué la Pasión? San Agustín nos responde: «Cuando Cristo padeció, por ti quiso padecer. Te enseñó a padecer y te enseñó padeciendo…» Y nos enseña, en uno de sus sermones, que Cristo pendía de la cruz, pero no por eso disminuyó su misericordia; pendía de la cruz y desde allí daba vida eterna a los que le ofendían; pendía de la cruz y desde allí perdonaba. Pendía de la cruz y no bajaba de ella porque era su propia Sangre la misericordia, la vida eterna y el perdón de quienes lo herían.
Cristo no tenía necesidad de la Pasión. En ella expía, no sus pecados, sino los de todos los hombres, los nuestros, y nos enseña cómo debemos aceptar nuestros sufrimientos, cómo debemos saber ser misericordiosos con el que sufre y aún en medio de nuestro propio dolor, cómo debemos perdonar al que nos hiere y cómo debemos hacer el bien a quien nos hace el mal. Con razón exclamaba el Santo Tomás Moro: «Nada hay tan eficaz para la salvación y para la siembra de todas las virtudes en un corazón cristiano como la contemplación piadosa y afectiva de cada una de las escenas de la Pasión de Cristo».
La Compasión de María
Este Domingo de Ramos la Iglesia nos propone intensificar en esta semana la meditación de la Pasión, compenetrarnos con Cristo doliente uniendo a Él nuestros propios sufrimientos, haciendo vida en nosotros su vida y muerte, orientando todo nuestro ser a vivir el auténtico amor, amor a Dios que se entrega, amor al prójimo que se sacrifica.
Para esto nos ayudará mucho durante esta Semana Santa unirnos de manera especial a la Santísima Virgen, la Madre Dolorosa y Corredentora con Cristo. Ella, como ninguna otra, participó de manera íntima en toda la Pasión de su divino Hijo. Ella sufrió en su corazón sus mismos dolores, participó de sus sentimientos, de su amor por el Padre y por los hombres, de su misericordia con el pecador y se entregó también por nuestra salvación. María nos enseñará la mejor manera de hacer nuestros los sufrimientos del Redentor y de «completar en nuestra carne, lo que falta a la Pasión de Cristo» (Col 1, 24).