Este domingo la liturgia nos presenta la parábola del administrador infiel. Y Jesús culmina con esta sentencia: “los hijos de este mundo son más astutos que los hijos de la luz”.
Esta es la enseñanza fundamental de esta parábola. Este administrador renuncia a su ganancia, a los intereses que le correspondían del préstamo, para ganarse amigos que le reciban en su casa cuando quede despedido. Jesús alaba esta astucia y sugiere que los hijos de la luz deberíamos ser más astutos cuando son los bienes espirituales los que están en juego.
¿Qué estoy dispuesto a sacrificar por Cristo?
Cuántas veces vemos que los hombres mundanos se afanan con tesón y astucia para aumentar sus bienes materiales y sus riquezas. Y para ello no dudan en emplear todas sus energías y capacidades aunque sea a costa de otros valores más nobles. Y por otro lado comprobamos que los cristianos nos afanamos muy poco por conseguir los bienes eternos. ¡Qué distinto sería si los cristianos pusiéramos en el negocio de la vida eterna por lo menos el mismo interés que en los negocios humanos!
Debemos preguntarnos: ¿Qué estoy dispuesto a sacrificar por Cristo? ¿Pongo todo lo que está en mi mano para crecer en santidad, para acumular méritos eternos? ¿O me afano más por conseguir un bienestar material que por labrar un lugar en el cielo?
Nadie puede servir a dos señores
Jesús nos deja claro que “nadie puede servir a dos señores”. El que tiene como rey y centro de su corazón el dinero, discurre lo posible y lo imposible para tener más. Y lo mismo el que busca fama y honor, gloria humana, poder, comodidad…
Por el contrario, el que de verdad se ha decidido a servir al Señor, está atento a cómo agradarle en todo y se entrega a la construcción del Reino de Dios, buscando que todos le conozcan y le amen. Se nota si servimos al Señor en que cada vez más nuestros pensamientos, anhelos y deseos están centrados en Él y en sus cosas. «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Lc 12,34). ¿Dónde está puesto mi corazón? ¿Cuál es mi tesoro? ¿A quién sirvo de veras?
La Sierva del Señor
Dirijamos una vez más nuestra mirada a María, el perfecto modelo del cristiano. Su vida terrena se caracterizó por el desarrollo constante y sublime de la fe, la esperanza y la caridad. Con aquella frase repetida dos veces por San Lucas: “meditaba todo en su corazón”, comprobamos que la Virgen tenía su tesoro en Dios.
Las cosas de este mundo nunca la desviaron lo más mínimo de su única meta: el cumplimiento de la Voluntad de Dios en Ella: “hágase en Mí según tu palabra”. Por ello, María es para los creyentes signo luminoso de la Misericordia divina y guía segura hacia las altas metas de la perfección evangélica y la santidad.