Jesús en el Evangelio de este domingo nos presenta la esencia de la vida cristiana centrada en el amor a Dios y al prójimo. Ésta es la gran revelación que nos hace hoy.
Transcurría la última semana en Jerusalén antes de su pasión. Fariseos y saduceos multiplicaban sus insidiosos ataques contra el Maestro, tratando de sorprenderlo en falta para poder acusarlo. Al final de una discusión sobre la resurrección de los muertos, se formó un compacto grupo de fariseos; uno de ellos, un escriba, le prepara una trampa y le plantea respetuosamente esta cuestión: “Maestro, ¿Cuál es el mandamiento más grande de la Ley?”
Más que todos los holocaustos y sacrificios
Jesús responde al escriba que “amar a Dios sobre todas las cosas es el más grande y el primer mandamiento”, cosa que ninguno de sus adversarios podía contradecir. Pero añade una precisión que no se le había pedido. Sugiere al escriba que su pregunta estaba mal formulada: no hay un mandamiento mayor, sino dos: “el segundo, es semejante a éste: Amarás al prójimo como a ti mismo”. El escriba, haciéndose eco de las palabras de Jesús, concluye que amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a sí mismo “vale más que todos los holocaustos y sacrificios”.
Un «culto» nuevo
Esta respuesta del Maestro zanja todas las discusiones de los rabinos sobre cuál de entre los 613 mandamientos que existían en su tiempo era el primero y más importante; pero, sobre todo, introduce un cambio esencial: amar al prójimo es un mandamiento igual o equivalente al precepto de amar a Dios.
Jesús, como verdadero Hijo de Dios enviado del Padre, establece un culto “nuevo”; un culto, donde los holocaustos y sacrificios no tienen valor por sí mismos, sino sólo en cuanto son expresión de amor y en cuanto predisponen al amor a Dios y al prójimo. Nuevo porque establece la unión indisoluble entre ambos mandamientos, haciendo de ellos uno solo.
Jesús afirma que el segundo mandamiento de amar al prójimo es semejante al primero de amar a Dios. Eleva el amor al prójimo a un nivel nunca antes contemplado, pero no suprime la supremacía del amor a Dios. Toda vida cristiana, para ser auténtica, tiene que partir del amor a Dios y expresarse en el amor al prójimo.
El amor a Dios da sentido a cada mandamiento
“Amarás al Señor”. Éste es el mandamiento primero y principal. De nada servirá cumplir todos los demás mandamientos sin cumplir éste. El amor a Dios da sentido y valor a cada mandamiento, a cada uno de los actos de nuestra vida. Para esto hemos sido creados, para amar a Dios. Y sólo este amor da sentido a nuestra vida, sólo él nos puede hacer felices, sólo él nos conduce a la salvación, sólo el amor a Dios da valor a una vida de servicio al prójimo.
Hoy existe el peligro de anteponer la caridad al prójimo descuidando el amor a Dios. Pero eso no es lo que Jesús enseña. San Pablo afirma que “si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo caridad, de nada me serviría” (1Co 13,3). Sin caridad, sin amor a Dios, los sacrificios más grandes por el prójimo, incluso dar la propia vida, no tienen valor.
El termómetro del amor
Y de este amor, brota el segundo mandamiento: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. No es difícil entender cómo ha de ser nuestro amor al prójimo. Basta observar cómo nos amamos a nosotros mismos… y comparar. Deseo para el prójimo, lo que deseo para mí; no hago al prójimo, lo que no quiero para mí. Así amar al prójimo se convierte en el termómetro de nuestro amor a Dios: tanto amo a Dios cuanto amo al prójimo. San Juan lo afirma: “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”(1Jn 4,21).
En estos dos mandamientos se sintetiza la vida de María. Ella amó a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas. María dijo “sí” a Dios, y lo mantuvo siempre, en los momentos de gozo, pero también en los de dolor. Y es así que demostró que lo amaba sobre todas las cosas. Y porque amaba así a Dios, pudo amar a los demás con ese amor sin medida. Y la contemplamos en el culmen de este amor, al pie de la cruz, como Corredentora, expiando junto a su Hijo los pecados de la humanidad entera. Por eso, pidámosle hoy: Madre, enséñanos a amar.