Celebramos hoy la solemnidad de la Santísima Trinidad. La fe nos revela las profundidades del misterio de Dios, su realidad más profunda, que es ser uno en la sustancia y trino en las personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En la vida de Jesús, en su misión, Dios se nos ha revelado definitiva e irrevocablemente tal como es: como un Dios que en cuanto Padre se nos entrega por medio del Hijo para una comunicación del Espíritu Santo. El Dios incomprensible se hace para nosotros, en Jesús, comprensible.
La Trinidad, la revelación que Dios es uno-trino no puede ser para nosotros un tesoro muerto, inútil, que no tiene parte alguna en nuestra vida. Es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe. Es la luz que los ilumina. Es un misterio, pero da la luz. Es la verdad más fundamental.
Jesús revela al Padre
Toda oración-sacrificio, para ser agradable a Dios, debe dirigirse siempre al Padre, por medio de Cristo, en el Espíritu Santo. Por eso en el Evangelio de hoy, Jesús da a sus discípulos este mandato: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt, 28, 19). Dios todo lo que recibe de la criatura, no lo recibe sino a través de ese orden.
Jesús nos revela a un Padre todo amor; que envía a su Hijo único para sacarnos de la caducidad de una vida vacía y materialista y conducirnos hasta la Vida verdadera: la eterna.
La prueba del amor son las obras. Dios hizo por nosotros su obra maestra: el envío de su Hijo. Este título de Hijo de Dios no es una apropiación, sino una relación con Dios que le pertenece con pleno derecho.
Esta revelación es vital para nosotros: de ella depende nuestra salvación, el creer o no en que Jesús es el Hijo de Dios, y confesarlo con las obras.
El Bautismo nos obliga a una vivencia personal y fervorosa del misterio trinitario. Debemos ser conscientes de esta vida divina en nosotros: nuestra alma es capaz de Dios, en consecuencia es necesario llevar una vida santa, conforme al modelo que Dios nos propone en el Evangelio; y con prontitud en hacer el bien; por esto el Espíritu Santo nos fortalece. Es como un fuego, prendido en el trato en la oración con Jesús y con la Virgen María, que nos abrasa, hace crecer y fructificar en obras de santidad para irradiar a multitud de almas.
Reveladora de la Trinidad
Para crecer en esa intimidad con Dios, mucho nos ayudará vivir la unión con María. En María está el amor Padre, la Sabiduría del Hijo y la Comunicación del Espíritu Santo. María es reveladora de la Trinidad.
San Juan Pablo II se refirió a esta función de la Virgen María en su Audiencia del 21/03/2001): «… a todos los que recurren a Ella los guía hacia el encuentro con Dios Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo».
Por tanto, el encuentro con Dios Trinidad, fin último del hombre, felicidad plena sin amenazas, llegará con Jesús y su reinado, y éste con el Reinado de María.