Dios Padre, que nos ha preparado el alimento celestial y divino, nos invita con insistencia a su banquete: «Venid a comer de mi pan». Él desea colmarnos de Vida. Las fuerzas del cuerpo se agotan, la vida física decae, pero Cristo nos quiere dar otra vida: «el que come este pan vivirá para siempre». Sólo en la Eucaristía se contiene la vida verdadera y plena, la vida definitiva.
Además, sólo alimentándonos de la Eucaristía podemos tener experiencia de la bondad y ternura de Dios: «Gustad y ved qué bueno es el Señor». Pero, ¿cómo saborear esta bondad sin masticar la carne de Dios? Es increíble hasta dónde llega la intimidad que Cristo nos ofrece: hacerse uno con nosotros en la comunión, inundándonos con la dulzura y el fuego de su sangre vestida en la cruz.
Sembrar resurrección
Comer a Cristo, como nos lo enseña Jesús en el pasaje de hoy, es sembrar en nosotros la resurrección de nuestro propio cuerpo: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día». Por eso, mientras «los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada». En comer a Cristo consiste la máxima sabiduría.
Pero no comerlo de cualquier forma, no con rutina o indiferencia o sin estar debidamente preparados, pues de lo contrario, como dice San Pablo: «El que come el cuerpo y la sangre de Cristo sin discernir, come y bebe su propia condenación». Debemos pues, acercarnos al banquete eucarístico con el alma limpia de pecado grave, en gracia de Dios y, además, llevar en nuestro corazón esa ansia insaciable y esa hambre de Dios esperando ser colmados sobre toda medida.
La Eucaristía es hecha por Dios con el fin de formarse un pueblo al que poder cubrir de bendiciones, al que poder sentar a su mesa, al que poder hacer partícipe de todo cuanto tiene.
El que Dios se haya fijado en mí para darme la Eucaristía, en mí tan lleno de debilidades y fallos, en mí tan lleno de dureza, frialdad y egoísmo, en mí tan lleno de rebeldía y soberbia, en mí tan lleno de ira agresiva y de odio demuestra su capacidad de amar en toda su incomprensible grandeza, en toda su generosa condescendencia.
Comulgar en unión con María
Esta visión bella, inmensamente atractiva de lo que es Dios Eucaristía exige de mí la entrega personal. Exige de mí que ponga, como nervio vital y último de todo mi servicio a Dios, el amor.
La mejor manera de hacer comuniones fervorosas y con provecho del alma es comulgar en unión con María. Ella, que llevó en sus purísimas entrañas por nueve meses a ese Pan de Vida y que luego de la resurrección habrá tenido oportunidad de haber comulgado de mano de los apóstoles sabrá, mejor que nadie, enseñarnos la manera de dar digno hospedaje a Jesús.
Muchos santos acostumbraban a pedirle a María su asistencia y ayuda para comulgar bien. También nosotros podemos hacerlo pidiéndole, por ejemplo, antes de comulgar, que nos preste su Corazón Inmaculado para recibir a Jesús y, después, para la acción de gracias, rezar en su compañía el canto del Magníficat. Una comunión bien hecha, puede llevarnos en poco tiempo a un elevado grado de santidad.