En el Evangelio de este domingo contemplamos dos parábolas. La primera de ellas es la de una semilla que se echa en tierra y que germina sin que el labrador sepa cómo. Esta parábola podría llamarse: parábola del sembrador paciente. Por un lado, la inactividad del labrador que se limita a sembrar y a cosechar. Una vez hecha la siembra continúa su vida corriente sin que le dé trabajo alguno el sembrío; como en ocio. Y he aquí que, sin que él se lo pueda explicar y sin que haga nada, la semilla crece y da fruto.
La cosecha llegará
La enseñanza que podríamos sacar, aplicada a nuestra vida espiritual, es que en el orden sobrenatural, nosotros no podemos nada. Dios sólo pide que pongas esas condiciones necesarias de una buena conducta, que te esfuerces por ser cada vez mejores, por colaborar para alcanzar esa santidad que espera de ti, pero conseguir el éxito de ese trabajo le corresponde a Él.
El fruto vendrá seguro, llegarás a verte en el reino, la cosecha llegará; nadie la podrá impedir porque es obra no tuya, de tu actividad, sino de Dios. Tú sólo has tenido que poner esa condición de sembrar. Sigue viviendo tu vida virtuosa y ordenadamente y aguarda, ten paciencia, espera, no te quieras adelantar a Dios. La santidad llegará. Punto central de esta parábola: en el comienzo está ya incluido el final. Y esto automáticamente: lo hace Dios.
Dios trabaja en ti
El Reino de Dios es pues el Reino de la vida, la auténtica vida, la eterna. Es el Reino en el que los poderes del mundo de Dios actúan como vida que late y obra en escondido, como vida que late y obra en una semilla. Así obrará Dios en ti si le dejas hacer.
Por eso no debes desanimarte cuando te ves aún lejos de la santidad, cuando constatas tus múltiples fragilidades, miserias, incapacidades, debilidades… Cuando ves que las fuerzas del mal luchan por ahogar esa semilla, cuando te sientes agobiado, solo, desesperado. Dios está trabajando en ti sin que tú sepas cómo y, aún muchas veces, precisamente esas situaciones adversas de tu vida son las que Él necesita para abonar tu semilla y hacerla germinar.
Saber esperar
Por eso esta parábola nos exhorta a la confianza. Y se une a la segunda que contemplamos en el Evangelio de hoy, la de la semilla de mostaza, proverbial por su pequeñez, pero que después de brotar se hace más grande que las demás hortalizas. El mismo estilo continúa usando Dios para instaurar su reino en el mundo y salvar a los hombres, como lo hizo al escoger a unos pobres pescadores, humildes y sencillos, llenos de defectos y sin medios materiales. El Señor deja a un lado a los grandes y poderosos y se sirve de criaturas y cosas humildes y pequeñas.
En el Reino de Dios, de lo más pequeño sale lo inmenso, de lo más limitado lo ilimitado. En los cimientos de mi conversión está lo más grandioso de mi final, sólo hace falta el factor tiempo, saber esperar y la fidelidad, para permitir a Dios hacer madurar la semilla.
Por eso, fuera dudas, fuera poca fe, fuera impaciencias. La cosecha, certeza absoluta, llegará. Toma a Dios en serio, cuenta con Él: esto es todo. Él te llevará de la nada de unos comienzos humildes a la plenitud de un final espléndido.
Humildad y confianza
Esto nos ayuda también a no perder la esperanza en un mundo que vive cada vea más de espaldas a su Creador. Aun cuando los hombres se perviertan hasta negar a Dios, considerarlo «muerto» u obrar como si no existiese, Él está siempre presente y operante en la historia humana y sigue esparciendo la semilla de su reino. La Iglesia misma que colabora en esta sementera, muchas veces no ve los frutos; pero es cierto que un día madurarán las espigas. Hay que esperar también con humildad, aceptando ser «grano de mostaza» o «pequeño rebaño», sin pretensiones de pueblo poderoso y fuerte. Hay que perseverar en el esfuerzo, pero confiando sólo en Dios, porque sólo Él puede hacer eficaz la acción del hombre.
Pide a María Santísima, la Virgen Fiel, la tierra virgen e inmaculada donde Dios sembró su Semilla, el Verbo, te descubra la profundidad de las enseñanzas de estas parábolas para hacerlas vida en tu vida. Y que por la constancia, la paciencia, la fidelidad y la apertura al plan de Dios en ti, camines cada día hacia el Reino de los Cielos, sin desánimo y conservando siempre la humildad y la confianza que todo lo espera de Dios.