La palabra de Dios se muestra siempre con poder decisivo en la historia de la salvación, es una palabra llena de fuego, se impone por sí misma, es eficaz, libera a los hombres de la esclavitud y da posesión de los bienes de la salvación.
El evangelio nos dice que Jesús enseñaba con autoridad (Cf. Mc. 1, 27). La autoridad de Jesús nacía de la unidad total entre su decir y obrar. Él no cargaba pesos sobre el prójimo que Él mismo no llevara, “él soportó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias hasta la muerte” (Cf. Is 53). La autoridad de la «palabra» descansa en su verdad, sinceridad y contenido. No era la palabra de Jesús una palabra hueca. Él era la Verdad.
La autoridad de su palabra no se refiere a la elocuencia, sino al contenido: es un poder que salva y que libera. Este poder queda significado en la curación de un endemoniado y lo hace en día de sábado, con lo que nos muestra que tiene autoridad para librar de la esclavitud de la enfermedad y de la ley. La palabra de Jesús tiene tal poder porque es la palabra de Dios: es eficaz en la curación de enfermedades, sobre las fuerzas de la naturaleza y contra los demonios. Y de este poder salvador seguimos participando los cristianos. Esta participación la recibimos en los sacramentos, que tienen el poder de librarnos del pecado, darnos o aumentarnos la gracia y hacernos hijos de Dios.
Una doctrina nueva
Ante este acontecimiento, la gente queda asombrada y dicen: “una doctrina nueva expuesta con autoridad” (Mc. 1, 27). Efectivamente, Jesús enseña una doctrina nueva: Pensemos, por ejemplo, en las bienaventuranzas, en las que Jesús llama “dichosos” a aquellos que el mundo desprecia y nos da una visión de los valores que Él cotiza, porque “mis pensamientos no son los vuestros” (Is. 55, 8). En el mandamiento del amor, en el que Jesús nos invita a amar al prójimo como a nosotros mismos y perfecciona la ley antigua por la cual nos invita no ya a tomar venganza y devolver “ojo por ojo y diente por diente” (Ex. 21, 24), sino a “poner la otra mejilla” (Mt. 5, 39) y “perdonar setenta veces siete” (Mt. 18, 22). Y en los consejos evangélicos, en los que nos invita a seguirlo de una manera más radical, dejando a un lado, por amor Suyo, lo que el mundo valora.
La derrota del mal
Con Jesús comenzaba un nuevo reino y el poder del mal huía ante él, como huye la tiniebla ante la luz. La postura de Jesús causa pasmo, admiración, asombro… Dios se acerca al Hombre en Jesús, como sucedió en el monte Sinaí, cuando Dios habló con Moisés porque quería liberar a su pueblo de la esclavitud. El mal y la muerte están condenados. Una nueva vida comienza con humildad y sencillez. Un poder nuevo, el del Mesías, actúa en la tierra, y los espíritus del mal confiesan su derrota.
María, plenitud de respuesta
Y esta novedad y plenitud del don de Dios exige novedad y plenitud de respuesta de parte del hombre. Y muchas veces nosotros regateamos con Dios, que se da a nosotros de una manera tan plena y total. Vamos midiendo para entregarnos a Él o darle lo que nos pide, siendo así que Él se nos entrega a nosotros sin medida y nos concede siempre lo que le pedimos. Ahí está nuestra desgracia. Porque cuando el hombre no se abre a Dios ni le deja entrar en su vida, permanece en sus tinieblas, en su pecado, en su enfermedad, en su dolor, en su esclavitud. Por el contrario, los habitantes de Carfanaúm en este caso recibieron a Jesús y se abrieron a su amor salvador.
Dios busca al hombre para hacerle bien, pero no puede hacerlo si éste no se abre a su poder salvador y acepta su doctrina. En María, Dios encontró la plenitud de esta respuesta a Él y por eso pudo “hacer en Ella obras grandes” (Cf. Lc 1. 49).
Esa Palabra, que en Cafarnaúm expulsaba demonios y que pasaba haciendo el bien por todas partes, encontró tanta docilidad en la Virgen de Nazaret que se “hizo carne” (Jn. 1, 14) en sus purísimas entrañas y la transformó en Madre de Dios. Porque donde Dios entra todo los transforma, “todo lo hace nuevo” (Cf. Ap. 21, 5).
Pidámosle a la Virgen que nos dé la gracia de abrirle a Dios las puertas de nuestro corazón para que Él, con su poder y su autoridad, nos libere de las ataduras que nos impiden responder con docilidad a su amor.