Jesús, cargado con la cruz, rodeado de soldados y verdugos que le insultan y maltratan, cae en tierra… Cuando uno cae, es imposible levantarse si faltan unos ojos, donde se agarren, seguros y firmes, los nuestros.
Afortunadamente Tú sí los tienes, Jesús. Míralos. Enfrente de ti. Cerca. En esa esquina. Ahí te esperan, bien abiertos, unos ojos a los que puedes asirte fuerte y agarrarte firme, para levantarte y ponerte de pie.
Míralos: los ojos de María, tu Madre. Ahí la tienes, puntual; justo, después de tu caída. Es una cita a la que no fallan jamás las madres. Ellas se las arreglan para estar siempre junto a sus hijos derribados. Aunque nadie las llame, presienten la caída, adivinan el sitio y llegan a la hora exacta. Jamás fallan ni se equivocan. Ahí tienes a la tuya, Cristo.
La Madre fuerte
Ahí está María: discreta y recatada, sin querer llamar la atención, amparándose un poco de la multitud en el resguardo de la esquina. Sin querer exhibirse a los demás; pero ofreciéndose toda para que tú la veas bien.
Mírala: callada. Muda. Es la Mujer y la Madre fuerte. Sabe que Tú la necesitas serena y tranquila. Ahí la tienes… Se ha secado las lágrimas que rodaban caudalosas por sus mejillas. Ha erguido la cabeza. Ha compuesto su manto y su vestido… Y ha tratado de abrir, más y más grandes para Ti, esos dos ojos enrojecidos y brillantes que te ofrece sin parpadeos, serenos y seguros. Mira, Cristo caído; levanta la cabeza. Qué suerte, la tuya, al contar con tales ojos.
Cristo alzó la cabeza y miró a María. Sus ojos apaleados buscaron los de su Madre. Y se clavaron en ellos. María aguantó firme la mirada del Hijo. Los ojos de Cristo se agarraban más y más a los de su Madre, hasta quedar totalmente soldados unos con otros.
Cuando María sintió seguros, en los suyos, los ojos del Hijo, fue tirando de Él, lenta, suavemente, poco a poco.
Adelante, Hijo
Era un imán irresistible y dulce que lo iba levantando. Y el cuerpo de Cristo caído, obediente al tirón de los ojos maternos, se iba alzando, levantándose, hasta quedar, al fin, en pie. No hubo una sola palabra. Ni un gesto siquiera. Todo lo decían y lo realizaban los ojos. Cristo escuchaba, sin palabras, el mensaje reconfortante de su Madre:
«Adelante, Hijo, adelante. Aquí me tienes, más fiel a Ti que nunca. Todos te han abandonado, Hijo, pero yo no. Te han traicionado, vendido y negado; pero yo te quiero más que nunca. Te han condenado pública y oficialmente; pero yo proclamo tu inocencia. Te han insultado, agotado y abofeteado; yo te beso y te beso, infinitamente con mis ojos. Dicen que has fracasado, que te has hundido; y los tuyos, desengañados, te han vuelto la espalda, en cobarde desbandada. Pero, aquí está tu Madre: yo sigo creyendo en Ti, más y más, en tu palabra, en tu empresa, en tus milagros, en tu destino, en tu amor. Creo más fuerte que nunca, Hijo.
Cuando yo tenía quince años le dije a tu Padre que yo era su Esclava y que se cumpliera en mí su palabra. A ti te lo he repetido siempre, día a día, Tú lo sabes. Y más en esta hora, Hijo, aquí me tienes, fiel e incondicional para cuanto quieras: que se haga en mí tu palabra, Hijo. Aunque sea de dolor, de lágrimas, de sangre… Adelante, Hijo, cuenta con tu Madre. Aquí me tienes».
Mientras hablaban los ojos de María, Jesús fue alzándose, hasta quedar otra vez erguido sobre la Vía Dolorosa. Encajó otra vez la cruz sobre sus hombros, avanzó un paso hacia adelante, guardando en los suyos los ojos de su Madre, y continuó de nuevo su camino hacia el Calvario.
Fuente Ad Sensum: El Via Crucis de todos los hombres, P. Ramón Cué.