Vamos a adorar a Jesús. Vamos a acercarnos a la cueva de Belén. Vamos a pasar un tiempo amando a Jesús.
Nos vamos a acercar sumergiendo nuestros sentidos en las circunstancias que rodean a este Niño para captar en ellas lo que Dios escribe, lo que me dice, el mensaje que me da a través de este Niño.
Por eso debemos emplear muchas horas en meditar los Misterios que, en Jesús, Dios nos presenta y el Espíritu Santo irá tocando nuestra alma.
Vamos a hacer una contemplación de sentidos, como la llamaba San Ignacio de Loyola. Por unos momentos vamos a dejar de estar en las ventanas de nuestros sentidos contemplando las luces del mundo para contemplar el Mensaje de la Navidad.
Nos trasladamos a la cueva de Belén y clavamos la mirada en Jesús, que acaba de nacer del seno purísimo de María.
El primer beso
Jesús rompe a llorar. Y mientras llora, Jesús tiende sus bracitos débiles, chiquitines, pide refugio y María se lo da. Por primera vez toca María a su Dios. Aquel cuerpecito es de Dios, pero también es de Ella. Tiene pleno y absoluto derecho a Él. Toda aquella carne, la de aquel cuerpecito, ha sido proporcionada por María, ha sido fabricada por Ella.
¡Cuánto no amará Dios a María! Si Dios es Padre, Ella es Madre a pleno título.
Y María lo toma en sus brazos, no se harta de contemplarlo, está desnudito en sus manos, titubea… Como ha meditado la grandeza que tiene en sus manos, no sabe qué hacer.
Entonces me acerco —¡qué audacia!— para ayudar a María. Toco a José: “José, ¿me permites?”. Y José, que sabe que está allí para acercarnos a todos a Dios, me dice: “Pasa”.
Me acerco y con todo respeto le digo: “Señora, quizá pase frío”. Como si saliese de sí, la Virgen toma al Niño y hunde su boca en aquellas mejillas y estampa en ellas el primer beso, el primero que, después del pecado de Adán, la boca de hombre pone en su Dios.
¿No merece horas de contemplación ver en aquella boca pura de la Señora el anhelo de todos los que aspiramos a Dios encadenados por el pecado y ver que aquella boca de María, aquellos labios puros se hunden en aquella mejilla y estampan el primer beso que el hombre da a su Dios?
Ahora yo también puedo besar al Niño Dios después de María. La Señora me lo da y lo beso.
Se acabaron las fronteras, cayó el telón de acero que puso el egoísmo entre Dios y yo. Cayó mediante este beso de María.
El trono de Dios
María empieza a prestarle los primeros servicios. Los propios de una madre. Me sigo ofreciendo. Ella acepta. Pañalico tras pañalico pone al Niño boca arriba, lo pone boca abajo… Y no me canso de mirarlo y Dios, a través de esa mirada llena de amor, va haciendo crecer en mi alma lo sobrenatural.
Ya está. Ahora María vuelve a dudar, como que no sabe qué hacer. Mira a José, José mira a María. Las miradas se cruzan. Son portadoras de mensaje. Piensan, comprenden y vuelven a mirarse y ponen al Niño… —cuántas miradas costó—, ponen al Niño en un pesebre. ¡Vaya lección! Por eso les costó ponerlo en el pesebre. El Espíritu Santo se los inspiró. Todos los movimientos de María y José están medidos para escribir la historia más pura del amor.
La lección está dada. El sitio, el trono para el Hijo de Dios es el pesebre. Desde ahora y para siempre. Es la pobreza. No hay otro marco para ser testigo de Dios.
Por eso se miraron y se volvieron a mirar, ¿cómo vamos a poner la grandeza de Dios en esto que es un pesebre tan vil que no tiene dueño? Desde la pobreza, como símbolo de la virginidad total, reina Dios.
¡Despréndete de todo con el corazón para que Dios nazca en ti!
Y por último, Santa María y San José se postran y adoran. Fueron los primeros adoradores de Jesús.
Acércate a María y pídele que deje en tus brazos a su Hijo por unos momentos. Abrázalo, estréchalo fuertemente y suplícale que cambie su cuna y pesebre por tu corazón. Y no dejes de pedir al Niño que te enseñe a amar a su Madre… y pide a la Madre que te enseñe a amar a Jesús.