Jesús, en sus parábolas, nos da las ideas centrales de su enseñanza de un modo claro, sencillo, práctico. Una primera idea capital, sencilla que atraviesa todo Evangelio es la de la actualidad de la salvación; la salvación ha llegado ya, está aquí, a nuestro alcance. Es por eso que el Señor presenta diversas imágenes llenas de color para hacernos captar por los sentidos y por las realidades cotidianas esta trascendental verdad: Dios nos quiere salvar y nosotros podemos salvarnos gracias a su auxilio, si queremos.
El tesoro escondido
En esta hermosa parábola se nos describe la conducta de un hombre que encuentra un tesoro de inestimable valor y lo adquiere inmediatamente a costa de todo lo que posee. Del mismo modo, el hombre que se encuentra con Dios, va y vende cuanto tiene, se desprende de todo y en disponibilidad absoluta e incondicional sigue a Jesús para quedarse con este Tesoro.
Dios es ese tesoro capaz, apto para embargarme de tal alegría que subyugado me entrego todo entero a poseerlo. Ante el brillo de ese Dios encontrado todo palidece. Eso indica ese timbre de resonancia que es el gozo. El gozo suena en mí cuando me pongo en contacto con lo de calidad, con lo excelente, con lo que sintoniza conmigo. Ningún precio me parece demasiado, dado el valor del Dios encontrado. Esto queda reflejado en la lista innumerable de santos que han seguido las huellas de Cristo.
Las dificultades que conlleva el renunciar a todo para comprar ese tesoro, se allanan. Dios con su llegada a mi vida me subyuga, me mueve a la entrega más apasionada. La entrega de lo más precioso por adquirir a Dios es algo tan evidente que llego hasta desprenderme de lo más querido con insensibilidad. Acepto cualquier riesgo. Tal y tan grande es la emoción gozosa y profunda de encontrar a Dios.
Con la parábola de la perla preciosa, que se ofrece a continuación, el Señor incide en la idea ya transmitida, del gozo del encuentro con Dios.
La red
Esta parábola nos habla del juicio final que introduce el Reino de Dios ya libre de los malos, los hipócritas que sólo lo confiesan con los labios. El momento de la separación le toca a Dios. En el entretanto, hay que aguantar con paciencia la presencia de los malos (= peces malos) entre los buenos, seguir siendo plataforma para las oportunidades que Dios les quiera seguir dando. El juicio final trae la hora de Dios. La hora de Dios es la hora de la separación. Dios permite dentro de la Iglesia (= red) buenos y malos y aguanta con paciencia la mezcla hasta el día señalado por Él para la separación.
Los pecadores pertenecemos a la Iglesia, a pesar de nuestros pecados. El pecador todavía puede volver a la casa paterna, aunque sea en el último instante de su vida. Por el bautismo, lleva en sí una esperanza de reconciliación que ni aún los pecados más graves pueden borrar. El pecado que la Iglesia encuentra en su seno no es parte de ella; es, por el contrario, el enemigo contra el que habrá de luchar hasta el final de los tiempos, especialmente a través del sacramento de la Reconciliación. Pertenecen a ella sus hijos maltratados por el pecado, pero no sus manchas.
Sería bien triste que nosotros, sus hijos, dejáramos que se juzgara a la Iglesia precisamente por lo que no es. Como recordaba en una ocasión San Juan Pablo II, la Iglesia es “Madre, en la que renacemos a la vida nueva en Dios; una madre debe ser amada. Ella es santa en su Fundador, medios y doctrina, pero formada por hombres pecadores; hay que contribuir positivamente a mejorarla, a ayudarla hacia una fidelidad siempre renovada, que no se logra con críticas corrosivas” (Homilía en Barcelona, 7 – XI – 1982).
Enseñanzas de María
Así lo vivieron los pequeños Jacinta, Francisco y Lucía, videntes de nuestra Señora de Fátima. Antes de las apariciones buscaban espacio para sus juegos en la Cova da Iría. Pero, una vez gustado lo que es Dios, su amor, su bondad manifestada en la celestial Señora, iban al mismo lugar para orar y para hablar de lo que sólo a ellos interesa, su «perla preciosa».
Francisco fue cuestionado una vez sobre qué quería ser cuando mayor. Su respuesta: “No quiero ser nada. Quiero morir e ir al cielo”.
Un día fueron a Aljustrel unas damas, cargadas de joyas, para ver a la pequeña Jacinta. ¿Su fin? Saciar su curiosidad y descubrir el consabido y misterioso secreto. Enseñando a la pequeña sus cadenas y sus brazaletes, dijeron: -¿Te gusta esto? –Sí, respondió la niña. – ¿Quieres estas joyas? –Sí. – Pues bien, dinos el secreto. Y hacen un gesto de quitárselas para dárselas. A lo que la niña contestó: – No, no. No se las quiten. No diré nada. Aunque me dieran todo el mundo…
Lucía por su parte, una vez cumplidos los 18 años desea entregarse a Dios por completo. Primero con las Hermanas Doroteas y después en la Orden de la Santísima Virgen del Monte Carmelo, consagró su larga vida de oración y sacrificio a Dios y a expandir por el mundo entero el Mensaje de Fátima con el que la Madre de Dios ha querido iluminar al mundo.