La Ascensión del Señor y el sentarse a la derecha del Padre es el coronamiento de la Resurrección de Cristo. Es la entrada oficial de Jesús en la gloria después de las humillaciones del calvario. Es la vuelta que anunció el día de Pascua a María Magdalena (cf. Jn. 30, 17) y a los discípulos de Emaús (cf. Lc. 24, 26).
Para confirmar a los discípulos en la fe, era necesario que esto sucediese de manera visible como se verificó cuarenta días después de Pascua. Los que habían visto morir a Dios en la cruz, entre insultos y burlas, debían ser testigos de su exaltación suprema a los cielos.
Hasta el fin de los tiempos
Para Jesús, su misión como revelador del Padre, como Maestro de la humanidad, como Redentor de todos los hombres, está acabada pero no terminada.
Está acabada en Él, como cabeza, pero no está terminada en su cuerpo, que es la Iglesia. La Ascensión es, en cierto modo, el punto de llegada de la misión de Jesús y el punto de partida de la misión del Espíritu Santo a la comunidad de los creyentes en Cristo. Su presencia visible en la tierra ha terminado. No así su asistencia continua y amorosa sobre los hombres: “yo estaré con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo”. Desde ahora Jesús transfiere a su Iglesia el mandato de seguir realizando su obra de evangelización y salvación de los hombres hasta el fin de los tiempos.
Testigos de Jesucristo
Pero los apóstoles y seguidores de Cristo no realizarán solos esta dura y difícil tarea de evangelización. El Señor ha subido al cielo para sentarse a la derecha del Padre y para enviarnos desde allí la asistencia eficaz y santificadora del Espíritu Santo. Para los apóstoles comienza su verdadera misión.
Después de Pentecostés, se convertirán en testigos de Jesucristo y anunciadores de su Evangelio. Para los cristianos tiene el sentido de abrirnos a la esperanza en la vida futura con Dios y de lanzarnos al mundo entero para evangelizarlo y unirlo en una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre.
También para nosotros es el llamado del Señor: “Id por todo el mundo” (Mt. 28, 19). No podemos desentendernos de este imperativo del Maestro, pues Él cuenta también con nuestra cooperación para la extensión de su reino y la salvación de muchas almas. Y esta labor evangelizadora la podemos realizar de muchas maneras, según los dones y carismas que cada uno ha recibido.
Cada uno de acuerdo al don recibido
Algunos con el ejercicio de la autoridad, colaborarán ejerciendo con amor y firmeza este don. Los que han recibido el don de la enseñanza, deben colaborar en la construcción y difusión del Reino con su enseñanza recta, completa, expuesta de modo adecuado e inteligente, siempre conforme a la doctrina del Evangelio.
Los padres de familia, ministros de los sacramentos, directores espirituales pongan con generosidad todas sus cualidades al servicio de la vida, sea ésta la vida física, la sacramental o la espiritual. Aquí lo que cuenta es que todos, sin excepción, trabajemos y que cada uno lo haga en la medida de las cualidades y aptitudes recibidas.
Nuestra meta es el Cielo
Por otro lado, Jesús ha subido, como Él mismo nos había prometido, para “prepararnos un lugar”, (Jn. 14, 2), donde reinaremos un día con Él en la felicidad perpetua que nadie nos podrá quitar.
Para poder alcanzar ese reino que ya Jesús nos ha conquistado, debemos esforzarnos día a día por seguir el camino trazado por Él. Camino que a veces es costoso, camino de cruz, de renuncia a muchas cosas que pueden retrasar o incluso hacernos extraviar; camino angosto, pero que termina en la luz perpetua.
Comparados con una eternidad, los pocos años que viviremos en este mundo, pasarán como un soplo. Luego, vale la pena esforzarse por alcanzar ese Reino que el Padre nos ofrece, aunque sea a costa de un poco de renuncia. Como dice San Pablo: “Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que un día se nos descubrirá” (Rm. 8, 18).
Por eso, la fiesta de hoy fortalece nuestra esperanza de alcanzar el cielo y nos impulsa constantemente a levantar el corazón a las cosas de allá arriba, donde no habrá “luto, ni llanto ni dolor”. (Ap. 21, 4)
Madre de la Esperanza
Y cuando se nos haga muy difícil el camino, acudamos a María, nuestra Madre. Jesús, al marchar, no quiso llevársela consigo, pues sabía que los apóstoles la iban a necesitar de una manera especial para la ardua tarea que ahora se les presentaba, y más todavía sabiendo que no contarían ya con la presencia física de Él.
María fue la que se encargó de animarlos, fortalecerlos, educarlos, acompañarlos y, gracias a su oración y en su compañía fueron inundados del Espíritu Santo que los transformó en hombres nuevos.
Así lo afirma S.S Benedicto XVI en su Encíclica Spe Salvi: “Tú estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban unánimes en espera del don del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14), que recibieron el día de Pentecostés. El «reino» de Jesús era distinto de como lo habían podido imaginar los hombres. Este « reino » comenzó en aquella hora y ya nunca tendría fin. Por eso tú permaneces con los discípulos como madre suya, como Madre de la esperanza. Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino.”