Este domingo da paso a una nueva revelación de Jesús que se proclama hoy como el «más fuerte» que vence y expulsa al «fuerte», al demonio.
Jesús, con un solo acto de su potencia divina, «expulsó el demonio…». Pero el enemigo, queriendo vengarse de la derrota, sugiere a los fariseos una abominable calumnia: «Por el poder de Beelzebú, príncipe de los demonios, expulsa éste los demonios». Jesús es acusado de estar endemoniado y de haber recibido de Satanás el poder de librar al poseso.
Sin embargo, el Señor desenmascara abiertamente a su enemigo y responde que Satanás no puede conferirle semejante poder, pues en tal caso él mismo cooperaría a la destrucción de su reino. Jesús arroja a los demonios en el nombre de Dios. Si Satanás es fuerte, Jesús, que es más fuerte, lo vencerá.
Si el demonio aun hoy trabaja y procura hundir a las almas y a la sociedad en el mal, Jesús, muriendo sobre la cruz nos alcanzó el precio de nuestra victoria. Este precio está a nuestra disposición: con la gracia de Cristo todo cristiano puede salir victorioso de cualquier ataque del enemigo. Las victorias del mal son triunfos aparentes, porque Jesús es el más fuerte, el vencedor único y último.
Pero para que la victoria de Cristo sobre el mal se cumpla en nosotros, es necesaria nuestra colaboración. El mismo Jesús nos expone diversos aspectos de ella en el evangelio de hoy.
Todo reino dividido contra sí mismo será devastado
En primer lugar, el Señor nos dice que la unión es el secreto de la victoria. Unión con Él, porque sin Él no podemos hacer nada. Y unión con el prójimo. Si queremos sinceramente el triunfo del bien, tenemos que colaborar con nuestros hermanos, formando un corazón solo y una sola alma. Cuando el demonio logra sembrar la división entre los miembros de una misma sociedad, ya tiene prácticamente ganado el terreno.
Cuántas veces lo comprobamos cuando reina la envidia, los celos, los rencores y resentimientos que nos impiden aunar fuerzas para conseguir el fin que nos proponemos, que debe ser la gloria de Dios y el bien de las almas. Y, en lugar de eso, se nos va el tiempo y las fuerzas en luchas internas. La división jamás será coronada con la victoria.
El que no está conmigo, está contra Mí
El cristianismo no admite remar a dos aguas. Quien no se alista decididamente con Cristo y no trabaja para Él, se opone a Cristo. Y sabemos muy bien que los enemigos de Dios no son solamente los demonios, también lo son el mundo y nuestra propia carne. Por lo tanto nos engañamos si pretendemos ser auténticos cristianos siguiendo las máximas del mundo o dándonos todos los placeres y comodidades que nos pida nuestra naturaleza caída.
No se puede servir a dos señores. Es la razón por la que hay tantos cristianos sólo de nombre que, por un lado asisten a la Iglesia y, por otro, van a la moda con las ideologías contrarias al Evangelio o llevan una vida que deja bastante que desear.
Triunfar sobre el mal
El medio más eficaz para impedir que el mal se acerque a nosotros es vigilar en oración, llenar el corazón de Dios, para que el enemigo no encuentre lugar en él.
Por eso Jesús respondió a la mujer que envidiaba la dicha de su Madre: «Más bien, dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan».
Sí, la Virgen Santísima es bienaventurada por haber dado la Vida al Redentor, pero lo es mucho más por haber vivido siempre en perfecta unión con su Hijo a través del cumplimiento de su palabra.
Esta dicha no es algo que Dios reservó a María; está al alcance de toda alma de buena voluntad, y es la mayor garantía del triunfo sobre el mal, porque quien está unido a Dios es fuerte con la misma fortaleza de Dios.