Toda Cuaresma converge hacia el Crucificado. Él es el signo que el Padre levanta en medio del desierto de este mundo para que podamos ser salvos. Y se trata de mirarle a Él. Pero de mirarle con fe, con una mirada contemplativa y con un corazón contrito y humillado.
Es Cristo quien salva. El que cree en Él tiene vida eterna. En Él se nos descubre el infinito amor de Dios, ese amor increíble, desconcertante.
Los hombres amaron más las tinieblas
En la conversación que sostiene hoy Jesús con Nicodemo, el mismo Señor se compara con la serpiente que Moisés levantó en el desierto, a la cual debían mirar los mordidos por serpientes para curar. Pero añade, casi con tristeza: “la luz vino a este mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”.
Es necesario que examinemos nuestra vida. ¿Cómo están siendo mis obras? ¿Me estoy abriendo a la luz o prefiero rechazarla para que no me interpele mi mala conducta?
El Señor me está ofreciendo el remedio. Si soy mordido por el pecado, este tiempo de cuaresma es propicio para acercarme a hacer una buena confesión, para mirar al Crucificado con los ojos llenos de lágrimas de arrepentimiento y con el corazón lleno de fe en su perdón. En mí está el querer hacerlo. Soy yo quien me abro a la gracia o me cierro a ella.
El amor de todo un Dios se vuelca sobre nosotros en esta Cuaresma. A la luz de tanta misericordia por parte del Dios podemos entender mejor la gravedad enorme del pecado, de nuestros pecados, que nos han llevado a la agonía espiritual tantas veces y hasta la muerte cuando pecamos mortalmente.
Las expresiones que contemplamos en el Antiguo Testamento y que recoge hoy la primera lectura no son exageradas. Nos dice: “hemos multiplicado las infidelidades, hemos imitado las costumbres abominables de los gentiles, hemos manchado la casa del Señor, nos hemos burlado de los mensajeros de Dios, hemos despreciado sus palabras…».
¿No podríamos aplicar hoy estas palabras a nuestra realidad? Hemos rechazado al Señor.
De la mano de María
Que Dios sea rico en misericordia no significa que nuestros pecados no tengan importancia. Significa que su amor es tan potente que es capaz de rehacer lo destruido, de recrear de nuevo lo que estaba muerto. La conversión a la que la Cuaresma nos invita es una llamada a asomarnos al abismo infernal de nuestro pecado y al abismo divino del amor misericordioso de Cristo y del Padre.
Recorramos este camino de la mano de María. Ella en su calidad de Madre, intercede ante su Hijo para obtenernos misericordia y perdón.
Ella se inclina invisiblemente sobre todos los que viven en la angustia espiritual para socorrerlos y llevarlos a la reconciliación. El privilegio de su Maternidad espiritual la pone al servicio de todos y constituye una alegría para cuantos la consideran como su Madre.