Celebramos en este gran día el triunfo de la Resurrección de nuestro Señor. Y como nos dice San Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe. (1Co. 15, 17). Y San Agustín agrega: “No es cosa grande creer que Cristo muriese, porque esto también lo creen los paganos. La fe de los cristianos es la resurrección”.
Su Santidad, el Papa Juan Pablo II, ha precisado que la “resurrección, aun siendo un suceso determinado en el espacio y en el tiempo, trasciende y supera la historia”. La Resurrección del Señor es una realidad histórica y central de la fe católica, y como tal fue predicada desde los comienzos del cristianismo. La importancia de este milagro es tan grande, que los apóstoles son, ante todo, “testigos de la Resurrección de Jesús” (Hch. 1, 22). Anuncian que Cristo vive, y éste es el núcleo de toda su predicación. Esto es lo que después de veintiún siglos, debemos seguir anunciando nosotros: ¡Cristo vive! La Resurrección es el argumento supremo de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Jesucristo vive. Y esto nos colma de alegría.
La alegría de la Pascua
La liturgia nos introduce hoy en la alegría pascual, reflexionemos en la verdadera alegría. La que no depende del bienestar material, de no padecer necesidad, de la ausencia de dificultades, de gozar de salud…la alegría profunda tiene su origen en Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra correspondencia a ese amor. “Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar” (Jn. 16, 22) ni el dolor, ni la calumnia, ni el desamparo, ni las propias flaquezas, ni la enfermedad… ¡Cristo vive! Para vivir la alegría de la Pascua, es más, para vivirla sin interrupción, es necesaria una condición: no separarnos de Dios, no pecar; confiar en Él; seguir sus pasos y sus enseñanzas, vivir junto a Él, hacer de nuestra vida una continuación de Su propia vida. Mirando a Cristo resucitado, recordemos que nuestra vida y nuestra felicidad no están en esta vida caduca que acaba, sino la vida eterna.
El primer acto de fe
Y centrándonos en el Evangelio de hoy vemos que el anuncio de la Resurrección produjo en un primer tiempo temor y espanto, de tal manera que las mujeres huían del monumento… y a nadie dijeron nada, tal era el miedo que tenían. Aquí vemos a la Magdalena que, cuando llega al sepulcro y lo ve vacío y la piedra removida, ni se le pasa por la cabeza que el Señor ha resucitado. Lo primero que piensa es que se han llevado el cuerpo del Señor, es decir, un cuerpo muerto. Salió tan deprisa que ni alcanzó a ver ángeles ni tuvo tiempo de reflexionar. Y se va corriendo donde Pedro y Juan quienes al escuchar a María salen de prisa al sepulcro. Allí, nos dice el evangelista: “vieron y creyeron”.
Es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en Cristo Resucitado. Y acota el evangelista que aún no habían comprendido que el Señor tenía que resucitar, a pesar de que estaba escrito y Jesús se los había anunciado en varias ocasiones. Esto nos puede consolar al ver la paciencia que Dios tiene con nosotros que a veces somos incrédulos. Si los apóstoles, las columnas de la Iglesia, esos grandes santos que tuvieron el privilegio único que convivir tres años con el Maestro y recibir directamente de Él las enseñanzas, dudaron y el Señor no se cansó de ellos, tampoco se cansará tampoco de nuestras caídas y faltas de fe.
Mensajeros de Dios
Y vemos que Dios se vale a veces de cosas muy sencillas para transmitirnos su mensaje. San Juan nos dice que cuando vieron que las vendas estaban en el suelo y el sudario con que le habían envuelto la cabeza estaba doblado aparte, entonces fue cuando creyeron. Si se hubiera tratado de un robo, ningún ladrón se habría dado el trabajo de quitar las vendas y dejar doblado el sudario para llevarse un cuerpo. Es decir, que de un hecho aparentemente insignificante brotó la fe en los apóstoles.
Es muy bueno que en nuestra vida espiritual nos acostumbremos a ver todas las cosas que nos suceden a la luz de la fe, por más pequeñas y sin importancia que nos parezcan. Recordemos que el Señor mismo nos dice: “hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados y no se cae la hoja de un árbol sin su permiso” (Cf. Mt. 10, 30). Luego, también esas pequeñas cosas que nos acontecen en nuestro diario vivir son mensajeros de Dios, a veces serán buenas y agradables y, otras veces no tanto, pero lo importante es que me traen un mensaje de parte de Dios. Por eso nos podrá ayudar, ante algo que nos sucede, preguntarnos: “¿Señor, qué quieres decirme con esto? ¿Qué quieres que saque con esto? Desde un apagón de luz en un momento de mucho trabajo, quedarme sin internet cuando más lo necesitaba, el pinchazo de una rueda, hasta la situación actual de pandemia, reclutamiento, enfermedades, muertes… Si sé ver esas cosas sobrenaturalmente aumentará mi fe, a lo mejor el Señor quiere que crezcamos en paciencia, en conformidad con su Voluntad, en desprendimiento, en servicialidad, en amor. Y entonces, si nos acostumbramos a este ejercicio, podremos, como los apóstoles ver y creer, en vez de llenarnos de amargura o de estar quejándonos por lo que nos sucede.
Regina Coeli, laetare
La Escritura no dice nada acerca de la aparición de Jesús resucitado a su Madre, que fue la primera de todas. ¡Cuánto había padecido también la pobre Madre en la muerte de su Hijo! ¡Cuán fiel, heroica y constante se había mostrado hasta el momento de la sepultura! Y el Señor, que había recompensado tan amorosa y espléndidamente a los discípulos, y a las piadosas mujeres, lo que por Él habían padecido, ¿podía ser menos amoroso y espléndido con su Madre?
Muy digna y devotamente se preparó María para la resurrección de su Hijo. Con una fe y una esperanza sin límites y con ardiente anhelo y encendidas ansias aguardó su llegada. Los deseos del patriarca Jacob (Gen. 45, 28), y los de Tobías (Tob. 10, 5-11), por ver a sus respectivos hijos, eran pálida imagen de la ansiedad de María. La cual, puesta en oración fervorosa, recabó por fin la visita de su Hijo: que una madre como Ella bien merecía especialísima consolación.
Nadie experimentó con tal intensidad y plenitud, como Ella, la alegría de la Pascua. Así le premió el Señor todo el amor y todo el sufrimiento amarguísimo que en su muerte había Ella tolerado.
Así celebró María la Pascua, fiesta la más principal y solemne del Salvador y de la naciente cristiandad, con inexplicable gozo del corazón. Aquel Corazón no tenía sino un amor, y éste era su Jesús; y una sola alegría, la felicidad de su Jesús. Y porque nadie amó a Jesús como María, por esto sintió Ella mayor alegría que todos.
Únete hoy a la alegría de esta Madre Gloriosa y cántale: «Reginae Coeli, laetare, Aleluya» porque Aquel a quien ha merecido llevar en su seno inmaculado ha resucitado.