Dice San Agustín: «Hoy Nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo; suba también con él nuestro corazón. Oigamos lo que nos dice el Apóstol: Si habéis sido resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra.»
Esta solemnidad nos recuerda que la vida es el inicio de un camino que desemboca en la eternidad. Jesucristo, nuestra Cabeza, va a prepararnos un lugar para que nosotros, su Cuerpo Místico, participemos un día de su gloria. La Ascensión, por lo tanto, revela la «vocación suprema» de toda persona humana: está llamada a la vida eterna del Reino de Dios, Reino de amor, de luz y de paz.
Somos, pues, peregrinos en este mundo. Nuestra vida debe ser un caminar siempre hacia Dios. Nuestro criterio único, universal para nuestras elecciones y decisiones: lo que más conduzca a Dios. Toda nuestra vida debe ser un subir a Dios, un prepararnos para el encuentro con Él.
Él está siempre cerca de nosotros
El Papa emérito Benedicto XVI, en su Homilía de la Toma de Posesión de su Cátedra, el 7 de mayo de 2005 hablaba así: «…Por la Ascensión el hombre encuentra espacio en Dios; el ser humano ha sido introducido por Cristo en la vida misma de Dios. Y puesto que Dios abarca y sostiene todo el cosmos, la Ascensión del Señor significa que Cristo no se ha alejado de nosotros, sino que ahora, gracias a su estar con el Padre, está cerca de cada uno de nosotros, para siempre. Cada uno de nosotros puede tratarlo de tú; cada uno puede llamarlo. El Señor está siempre atento a nuestra voz. Nosotros podemos alejarnos de él interiormente, podemos vivir dándole la espalda: Pero Él nos espera siempre, y está siempre cerca de nosotros…»
También en este tiempo de pánico y crisis mundial el Señor está junto a nosotros. Por eso no tenemos que temer ni la quiebra económica, ni la enfermedad, ni la misma muerte, inseparable de las realidades de este mundo. No somos de aquí. Lo que nos ayudará a superar o aceptar las situaciones adversas que nos tocan vivir es invocar, sobre todo en estos días, al Espíritu Santo.
Id y haced discípulos
Nuestro Señor también nos da un mandato: “Id y haced discípulos…”. Nos envía como Sus apóstoles para que enseñemos a guardar todo lo que Él –y no otro- ha mandado. Es de suma importancia que nos adhiramos de corazón a las enseñanzas de Jesucristo y eliminemos de nuestras vidas todo lo que nos aparte de Él. Debemos ser consecuentes con nuestra misión.
Un apóstol es instrumento de bendición del mundo. A través de él Dios bendice al mundo. El apóstol es la sal y la luz del mundo. “Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo… Brille vuestra luz a los ojos de los hombres para que vean vuestras buenas obras (de tal manera que a través de vuestras buenas obras) glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (es decir, vayan hacia el Padre y se abran a Él)”.
El destino de nuestra vida como apóstoles, como discípulos enviados es testimonio, es irradiar: que todo el que nos vea, vea a Dios y se sienta atraído hacia Dios.
Acudir a María
¿Cómo estamos viviendo estos meses de prueba?
¿Todo el que nos ve se siente atraído hacia Dios?
¿Nuestro ejemplo les ayuda a ser mejores, a buscar «las cosas de arriba»?
Pidamos a María, la Mujer que ilumina este mundo oscuro con la luz de Dios, que nos conceda el Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, para que nos manifieste qué nos impide -en nuestra manera de pensar y de obrar- ser sal y luz en esta sociedad que necesita auténticos testigos de Cristo.