La Encarnación del Señor es el hecho más maravilloso y extraordinario, el misterio más entrañable de las relaciones entre Dios y los hombres, y el más trascendental de la historia de la humanidad: ¡Dios se hace hombre, y para siempre en el seno virginal de Santa María!
Sí, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14) gracias al «fiat» de la Señora. En ese SÍ espontáneo, gratuito y generoso de Su Corazón Inmaculado se inicia la obra de nuestra redención.
Las palpitaciones del corazón de Jesús son las palpitaciones del corazón de María, la oración de Jesús es la oración de María, las alegrías de Jesús son las alegrías de María; de María recibió Cristo el cuerpo y la sangre que han de ser, respectivamente, inmolado y derramada por la salvación del mundo.
Corredentora del género humano
Por eso, María, hecha uno con su Hijo, es la Corredentora del género humano: con Jesús en su seno, con Jesucristo en sus brazos, con Cristo en Nazaret, en la vida pública; con Jesucristo subió al Calvario, sufrió y agonizó recogiendo en su Inmaculado Corazón los últimos dolores de Cristo, sus últimas palabras, su agonía y las últimas gotas de su sangre, para ofrecerlas al Padre.
Y María se quedó en la tierra para ayudar a sus otros hijos a completar la obra redentora de Cristo, conservándola en su Corazón como un manantial de gracia —Ave gratia plena— para comunicarnos los frutos de la vida, pasión y muerte de Jesucristo su hijo.
En la escuela de su Corazón Inmaculado, aprendamos cómo hay que responder a las Voluntades de Dios.
Nunca la historia del hombre dependió tanto, como entonces, del consentimiento de la criatura humana. Aquí se le descubre a María su misión en el mundo, el plan de Dios para Ella. Su vocación es la más sublime de todas las criaturas. Todo un Dios está pendiente de su libre aceptación, y de su «hágase» incondicional ha derivado la Redención.
La palabra de misericordia
San Bernardo, comentando este momento sublime, tiene una hermosa meditación en la que, dirigiéndose a María le dice: «Mira que el Ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia. Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librados si consientes.
Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la vida… Responde presto al Ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del Ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna».
Amada de Dios
En la escena de la Anunciación el Ángel le dirige a María un saludo que tiene gran significado. No la llama con el nombre terreno, María, sino con su nombre divino, así como Dios la vio siempre y la califica: «llena de gracia», que en el original griego es «kejaritoméne», «amada». María es la «amada de Dios». Nunca se dirigió un título similar a un ser humano y no tiene comparación en toda la Sagrada Escritura.
María pronunció su «sí» a Dios con alegría. María expresa su consentimiento diciendo «fiat», «hágase». No se trata de una simple aceptación resignada, sino de un vivo deseo.
Como si dijera: «También Yo deseo con todo mi ser lo que Dios desea; cúmplase pronto aquello que Él quiere». Indica fe y obediencia a la vez; reconoce que lo que dice Dios es verdad y se somete a ello.
Para María bastó la seguridad de estas tres cosas: que Dios la amaba con amor de predilección, que Dios se lo pedía, que para Dios nada era imposible. Desde la certeza de estos tres elementos es posible decirle a Dios que sí con toda el alma.
El «hágase» de María
La fidelidad de María está hecha de pobreza, de confianza, de disponibilidad. Se abandona al Dios para quien todo es posible y le dice serenamente que sí. María lo dijo en la Anunciación; pero fue el comienzo de un «hágase» cotidianamente repetido hasta la Cruz, hasta Pentecostés, hasta la Asunción.
En el «hágase» de María nació Cristo; también nació la Iglesia; la humanidad fue reconciliada con el Padre. Era un «hágase» dicho de una vez para siempre; pero fue preciso renovarlo cada día, porque cada día traía una expresión nueva de la Voluntad del Padre, a veces humanamente desconcertante, dolorosa o incomprensible, como las palabras del anciano Profeta del Templo: «¡Y a Ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,35), o la respuesta del Niño encontrado en el Templo: «¿No sabíais que Yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49).
Y María fue «feliz por haber creído» (Lc 1, 45), por haber dicho «sí» al plan de Dios sobre Ella.
El ejemplo de la Virgen fiel ilumina y compromete nuestra propia fidelidad. Nos enseña dónde está la raíz y cuáles son sus frutos: en nosotros, en la Iglesia, en el mundo.
Tu «hágase»
La vida de Jesús no fue un mero hacer; sino un dejar a Dios hacer en Él. Esa fue también la vida de Santa María expresada exhaustivamente en su: «He aquí la esclava del Señor. Hágase en Mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
Como Dios ha querido tener necesidad del consentimiento de la Virgen para entrar en el mundo, así también quiere y necesita nuestra colaboración. Nos da a cada uno una vocación, y de nuestra correspondencia incondicional depende que el Pode- roso haga «obras grandes» en nosotros y por nosotros.
Acerquémonos cada día más a Santa María. Pidámosle docilidad a todas las inspiraciones del Espíritu Santo, para que, como en Ella, Jesús se forme plenamente en nosotros, y pueda volver a hacerse presente en el mundo.
El FIAT tuyo es lo único que Dios necesita. Porque una vez que lo des, Dios entra en ti y con Él entra el TODO.