En el Evangelio de hoy (Mc 12, 38-44) Jesús destaca el amor de una viuda y condena la ostentación y las apariencias. El Maestro alerta a sus discípulos que no deben buscar los primeros puestos ni las distinciones honoríficas de los hombres.
En contraposición, nos presenta la figura de una viuda pobre, de la que no se ha conservado su nombre; sin embargo, su acción quedó imborrablemente grabada en el corazón de Cristo. Siendo como era indigente, no tenía ninguna obligación de dar limosna para el culto del templo. Sin embargo, dio lo poco que tenía para vivir. Ofreció sólo unas monedas de escaso valor. Y mereció esta alabanza de Jesús: “Echó más que todos los ricos que la precedieron y que tanto echaron”. No merecieron esta alabanza las monedas que echó, sino la intensidad con que vivió el ofrecimiento a Dios de esas monedillas.
Dar de corazón
El contraste entre la actitud de la viuda y la de los ricos que echaban mucho, pero de las sobras de sus riquezas, hace resaltar más aún la generosidad de la mujer. Lo que cuenta para Dios es la actitud interior del corazón. Dios se complace en aceptar el más pequeño acto interior de nuestro corazón como el tesoro más precioso que le pueda ofrecer el universo, pero hay que darlo de todo corazón.
Nosotros, quizás, tacharíamos a esta viuda de imprudente –ya que se queda sin lo necesario para vivir–, pero Jesús la alaba. Lo cual quiere decir que nuestra prudencia suele ser poco sobrenatural. Confiamos más en nuestros cálculos humanos y nos fiamos más de nuestras previsiones, que de Dios. No confiamos en su palabra que dice: “Dad, y se os dará… La medida con que midiereis se os medirá a vosotros” (Lc 6,38). San Pablo lo enuncia con más rotundidad: “El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará” (2 Co 9,6). En el fondo, tenemos miedo de quedarnos sin nada. Quizás pensamos que vivir el Evangelio no es algo real para nuestro tiempo.
Amar hasta que duela
A veces no tenemos mucho para dar, pero igualmente podemos ser generosos, con un poco de sacrificio. La Madre Teresa de Calcuta contaba que un hombre en la India le daba sangre para los pobres. Iba al hospital, daba la sangre y le entregaba el comprobante. Una señora que pasaba todo el día de casa en casa lavando ropa para poder alimentar a sus hijos, no tenía dinero para dar, pero como quería ayudar, dedicaba un día a la semana a lavar la ropa de los niños que atendía la Madre Teresa. Como otra viuda, daba todo lo que tenía.
Así obró María. Ella no puso nunca límite a su entrega, nunca dijo “hasta aquí”. Cuando aceptó ser Madre de Dios, estaba dispuesta a llegar hasta las últimas consecuencias en su entrega al Señor; por ello estuvo al pie de la cruz, apurando el cáliz del sufrimiento, sin reclamar a Dios que eso era excesivo.
No está mal que hoy nos examinemos y preguntemos: ¿Estoy dando todo lo que puedo? ¿Estoy dando todo lo que el Espíritu Santo me pide que dé? ¿Estoy dando como debo dar: con desprendimiento, sin buscar compensaciones, agradecimiento?