El Evangelio de la pesca milagrosa que contemplamos hoy (Jn 21, 1-14) nos presenta una de las apariciones de Cristo Resucitado. El tiempo pascual nos ofrece la gracia para vivir nuestra propia existencia de encuentro con el Señor. En este sentido, el texto evangélico nos ilumina poderosamente.
Después de una labor fatigosa e inútil de toda una noche, los apóstoles se ven sorprendidos por un hombre que les grita desde la orilla. Ellos no sabían que era el Señor. Jesús estaba allí, pero no se habían percatado de su presencia cercana y poderosa. ¿Cuántas veces nos ocurre lo mismo a nosotros? Cristo camina a nuestro lado, sale a nuestro encuentro de múltiples maneras, pero nos pasa desapercibido.
Es el Señor
La tristeza de toda una noche de fatiga y trabajo infructuoso nos nubla la vista de la fe y de la esperanza. Ese es nuestro mal de raíz: no descubrir esta presencia que ilumina todo, que nos mira desde la orilla, que conoce nuestra fatiga, nuestro cansancio, nuestro esfuerzo y que aguarda el momento oportuno para obrar.
Podremos pasar noches enteras de trabajo estéril; pero llegará siempre la hora de espiritual consuelo en que recojamos el fruto de nuestros sudores y fatigas.
Jesús entonces se dirige a los apóstoles y les manda echar la red. Ellos obedecen y la sacan repleta de peces. Juan es el primero que ante el milagro, reconoce a Jesús: “Es el Señor”. Entonces Pedro inmediatamente se lanza al agua. El amor tiene muchas maneras de expresarse. En Juan, el amor se refleja en ese conocimiento instintivo que sabe percibir la presencia del ser amado, en Pedro, es la impaciencia por estar cerca del que ama.
Paciencia y perseverancia
Jesús, que les había dicho anteriormente: “por sus frutos los conoceréis”, quiere hacerse conocer por unas obras que sólo Él es capaz de realizar. Por eso en nuestras vidas, también Él quiere darse a conocer obrando eso que a nosotros muchas veces nos parece imposible. Pero para eso hacen falta dos cosas: paciencia y perseverancia. La paciencia del que espera sin desanimarse, del que sabe aguardar sin desesperar, del que confía que Dios actuará. Y la perseverancia del que no se cansa de trabajar, sabiendo que “ni el que planta ni el que riega es algo, sino Dios quien da el crecimiento” (1Co. 3,7).
Cuando Dios obra en la vida del hombre como sólo Él sabe hacerlo, el corazón se vuelve hacia Él en un acto de amor y agradecimiento. Es entonces cuando nos percatamos que todos nuestros esfuerzos no han sido vanos, pues se ven recompensados de una manera sobreabundante.
Fe viva
En la vida de María comprobamos también cómo su paciencia en el sufrir y su perseverancia en la fe se vieron premiadas por la resurrección del Hijo. Ella nos enseña que, aunque humanamente hablando todo parece perdido e inútil, Dios nos mira desde la otra orilla esperando el momento oportuno para obrar. Creer en Dios no es solamente creer en su existencia, sino descansar en Él como en un apoyo inconmovible, inquebrantable. Refugiarse en Él como en un abrigo seguro; tender a Él como a un fin supremo. Como lo vivió María.
El relato termina narrando cómo Cristo alimenta a los suyos, cuidándolos con exquisita delicadeza. También ahora es sobre todo en la Eucaristía donde Cristo Resucitado se nos aparece y se nos da, nos cuida y alimenta. Él mismo en persona. Y la fe tiene que estar viva y despierta para reconocer cuánta ternura y cuánto amor se encierra en cada Santa Misa, en la que el mismo Cristo es el Pan que se nos da como alimento.