Presentando a Jesús transfigurado en el monte Tabor, el Evangelio nos ofrece una visión anticipada de la gloria del Señor resucitado y de su poder delante del Padre.
Sólo los tres discípulos más íntimos —Pedro, Santiago y Juan— fueron sus testigos privilegiados, los mismos que días más tarde asistirán a la agonía de Getsemaní, como para convencernos que gloria y pasión son dos aspectos inseparables del único misterio que es Cristo.
La Transfiguración en el Tabor es la anticipación de los tiempos escatológicos; es el fondo de la luz propia del Cielo del Dios Uno-Trino; es el contraste con la cruz, lo contrario a las sombras del Calvario.
El binomio gozo-sufrimiento
San León Magno dice «el principal fin de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz». Los apóstoles nunca olvidarían esta gota de miel que el Señor les había dado en medio de la amargura, pues ya venía anunciándoles que Él tenía que padecer y ser crucificado.
El Señor siempre va a obrar así con nosotros. En medio de los mayores sufrimientos, cuando sentimos que el agua nos llega al cuello y que no podemos más, nos da un rayo de luz y esperanza como para que tomemos aliento y sigamos luchando. Él nunca nos va a mandar pruebas por encima de nuestras fuerzas.
A los momentos de gozo se sucederán otros de aflicción, para que no nos instalemos en este mundo y nos olvidemos de nuestra Patria verdadera. Y a los momentos de tribulación y tormenta, sucederán otros de consolación y paz, para que no desfallezcamos en el camino.
Anticipo del Cielo
Por otro lado, vemos aquí que lo que los apóstoles contemplaron tuvo que ser algo tan maravilloso, tan divino, que los sacó de sí. Tanto que San Pedro, sin saber lo que decía, quería quedarse ahí para siempre: «Señor, bueno es estarnos aquí, si quieres haré tres tiendas…».
Esto es muy esperanzador para nosotros, porque es como para imaginarnos la dicha que nos espera en el cielo. Ese cielo del que san Pablo dice: «ni el ojo vio, ni el oído oyó ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para aquellos que le aman» (1Cor 2, 9). ¡Qué será ese cielo, si nada de esta tierra, por hermoso y maravilloso que sea, se puede comparar con estar allí con Dios para siempre!
Si meditáramos más en eso, muchas de las cosas que ahora nos hacen sufrir tanto, las llevaríamos con más paciencia y resignación. Todo se va a acabar, el sufrimiento también porque: “El sufrir pasa, pero el haber sufrido permanece”. O sea, los méritos que tú adquiriste con ese dolor, es lo que va a quedar para la otra vida, serán como perlas que adornarán tu corona. Y el Señor quiso, en este día, transfigurarse y mostrarles a los apóstoles, y en ellos a nosotros, un pedacito de eso que Dios nos tiene reservado.
Escuchadle
También nos dice el Evangelio que se oyó la voz del Padre que decía: «Este es mi Hijo amado, escuchadle». Es necesario que escuchemos al Señor, que vivamos según sus Mandamientos, que andemos por sus caminos… para poder gozar un día con Él en la eternidad.
Eso fue la vida de María: escucha de la palabra de Dios y ejecución de esa palabra. María hizo de su Corazón el lugar de la entrega intensa y generosa a escuchar y obedecer a la Palabra Viva de Dios: Jesús.
Cuando la fuerza del dolor nos oprima y nos sintamos desfallecer, acudamos a ese Corazón Inmaculado como un niño indefenso busca refugio en los brazos de su Madre. En María siempre encontraremos reposo, alivio, consuelo, esperanza, seguridad, paz, fuerza.
Porque el Corazón de María es el hogar para formar auténticos discípulos, que escuchan sus palabras y se esfuerzan por retenerlas y vivirlas (cf. Lc 8, 15); que siguen sus huellas negándose a sí mismos (cf. Mt 16, 24); que están fielmente junto a la Cruz de Cristo con Santa María portando también ellos su propia cruz. (cf. Jn 19, 26).